Tres días en el desierto de Sonora. Un destino poco convencional y muy sorprendente en México.
Los ojos de las lechuzas brillan como las estrellas que iluminan el
cielo nocturno de Caborca, en el estado mexicano de Sonora. El sonido de
cada pisada se fusiona con su ulular. Entre los matorrales y con ayuda
de la luna es fácil identificar una liebre con las orejas bien
levantadas en señal de alerta. La fauna no es el objetivo de la
caminata, sino 6.000 petroglifos heredados al desierto de Sonora –compartido por México y Estados Unidos- por la tribu tohono’o dham.
Es difícil calcular la antigüedad de las figurillas plasmadas en roca volcánica, pero Eric, el guía, sí sabe que esos animales, cactus y formas humanoides fueron labrados a golpe de piedra. Si son blancas es porque los minerales se han aferrado desde hace miles de años a la superficie.
Después de dos horas de caminata en la penumbra todavía queda tiempo para visitar la misión jesuita establecida por el padre Francisco Kino en el centro de Caborca, cenar y descansar lo suficiente. Lo mejor está por venir a la mañana siguiente: la reserva El Pinacate.
No es Marte, pero este lugar, que es reserva de la Biosfera, parece que lo fuera.
Los gigantes saguaros, esos cactus de brazos gruesos y espinosos tan famosos en las películas del oeste, delinean el camino de terracería que permite a los visitantes acercarse a dos de los 500 cráteres que hay en El Pinacate.
El Elegante es el cráter más grande de todos y el más bonito, con su circunferencia bien definida, rojiza y corrugada. Treparlo es un logro después de 40 minutos de esfuerzo, con uno que otro raspón.
Mirar al horizonte significa fascinarse con los flujos de lava petrificada, los conos de ceniza, tinajas (acumulaciones naturales de agua en el lecho de la roca firme) y gigantes dunas doradas.
Cuenta Eric que ese suelo donde la NASA entrenó a sus astronautas antes del primer viaje a la Luna, en primavera se transforma en un campo de flores moradas, amarillas y blancas.
El enorme boquete tiene un vecino, El Colorado, otro cráter con un diámetro de tres kilómetros, la mitad de El Elegante. Después de rodearlo, hay que marchar a las dunas caprichosas que cambian de forma a toda hora por efecto del viento. Sobre las más altas, de 60 metros, se ve el mar que baña Puerto Peñasco: siguiente parada.
El malecón es un asiento preferente para ver el cielo que se tiñe de violetas mientras el sol se oculta. Se aprovecha el resto del día para explorar Puerto Peñasco, sin dejar de probar el pescado asado a las brasas, envuelto en hoja de plátano.
Al día siguiente y antes de regresar a Hermosillo, Eric lleva al grupo de viajeros a Las Trincheras, una zona arqueológica donde predominan 900 terrazas incrustadas en un cerro y un templo alineado astrológicamente. Dice que son vestigios de la cultura trinchera, asentada en la zona entre los años 200 y 400 d.C.
El viaje a El Pinacate está disponible una vez al mes. Las salidas se hacen desde Hermosillo.
El Tiempo
Es difícil calcular la antigüedad de las figurillas plasmadas en roca volcánica, pero Eric, el guía, sí sabe que esos animales, cactus y formas humanoides fueron labrados a golpe de piedra. Si son blancas es porque los minerales se han aferrado desde hace miles de años a la superficie.
Después de dos horas de caminata en la penumbra todavía queda tiempo para visitar la misión jesuita establecida por el padre Francisco Kino en el centro de Caborca, cenar y descansar lo suficiente. Lo mejor está por venir a la mañana siguiente: la reserva El Pinacate.
No es Marte, pero este lugar, que es reserva de la Biosfera, parece que lo fuera.
Los gigantes saguaros, esos cactus de brazos gruesos y espinosos tan famosos en las películas del oeste, delinean el camino de terracería que permite a los visitantes acercarse a dos de los 500 cráteres que hay en El Pinacate.
El Elegante es el cráter más grande de todos y el más bonito, con su circunferencia bien definida, rojiza y corrugada. Treparlo es un logro después de 40 minutos de esfuerzo, con uno que otro raspón.
Mirar al horizonte significa fascinarse con los flujos de lava petrificada, los conos de ceniza, tinajas (acumulaciones naturales de agua en el lecho de la roca firme) y gigantes dunas doradas.
Cuenta Eric que ese suelo donde la NASA entrenó a sus astronautas antes del primer viaje a la Luna, en primavera se transforma en un campo de flores moradas, amarillas y blancas.
El enorme boquete tiene un vecino, El Colorado, otro cráter con un diámetro de tres kilómetros, la mitad de El Elegante. Después de rodearlo, hay que marchar a las dunas caprichosas que cambian de forma a toda hora por efecto del viento. Sobre las más altas, de 60 metros, se ve el mar que baña Puerto Peñasco: siguiente parada.
El malecón es un asiento preferente para ver el cielo que se tiñe de violetas mientras el sol se oculta. Se aprovecha el resto del día para explorar Puerto Peñasco, sin dejar de probar el pescado asado a las brasas, envuelto en hoja de plátano.
Al día siguiente y antes de regresar a Hermosillo, Eric lleva al grupo de viajeros a Las Trincheras, una zona arqueológica donde predominan 900 terrazas incrustadas en un cerro y un templo alineado astrológicamente. Dice que son vestigios de la cultura trinchera, asentada en la zona entre los años 200 y 400 d.C.
Si usted va…
A Ciudad de México vuelan, desde Bogotá, Aeroméxico y Avianca.
Estando allí hay que tomar un vuelo rumbo a Hermosillo, vía Aeroméxico o
vía Interjet.El viaje a El Pinacate está disponible una vez al mes. Las salidas se hacen desde Hermosillo.
El Tiempo
No hay comentarios.:
Publicar un comentario