“Pero no es bonito”, dijo Andrés, unos días más tarde, durante un almuerzo en el hotel Reflect Krystal Grand Nuevo Vallarta. Hablaba de Bucerías. No lo dije, pero lo pensé: quizás él no había pasado tiempo suficiente ahí. Andrés, que trabaja en turismo y acude a menudo a eventos de agentes de viajes como el que lo trae ahora, la convención Copa Vacations, y que incluyen recorridos extensos en un destino (en este caso, Guadalajara y Puerto Vallarta, en el estado mexicano de Jalisco, y la potente Riviera Nayarit, en el estado de Nayarit), había pasado por Bucerías casi al final de varios días de viaje. Y sí, al paso, Bucerías… “No es bonito”. Lo que tiene este poblado, casi pegado a Nuevo Vallarta, es otra cosa: autenticidad.
Que el centro de Bucerías “no es bonito” es una discusión innecesaria: es como cualquier pueblito verdaderamente costero, de pescadores, con calles mal pavimentadas y veredas rotas, con puestos callejeros y un montón de farmacias con carteles colorinches de ofertas.
Una historia sobre Bucerías dice que el nombre de la localidad se debe a los invasores españoles que encontraron buzos que, a puro pulmón, se metían en el agua tibia de esta costa que da al Pacífico para sacar perlas. A esos hombres los homenajea la estatua de un buzo que se levanta a un costado del paseo costero, justo al lado de la plaza principal del pueblo, que no tiene mucha más gracia que esa: es la plaza principal.
Imagino que los casi 90 agentes de viaje chilenos que pasaron, en dos grupos, por este lugar deben haber visto este sector, el centro. Quizá se detuvieron en la sencilla iglesia. O los llevaron al desabrido Paseo del Beso, que desemboca en una estrecha pasarela toda pintada, sobre un canal seco, pero es poco probable que se quedaran esperando el atardecer aquí.
Unos días antes, recién llegado a Bucerías, podría haber pensado algo así: que no era lo que esperaba. Pero el lugar donde se encuentra el hotel Refugio del Mar es distinto. Es como el sector ‘elegante’, donde predominan las casas algo más antiguas, algunas de las cuales se han convertido en pequeñas galerías que combinan arte y artesanía, y otras alojan hostales. O sirven de oficina para el negocio más repetido en esta zona: oficinas de venta de propiedades.
Pero Refugio del Mar es otra cosa: una buena muestra de este otro lado de Bucerías. En el cruce de las calles Benito Juárez y Francisco Madero tiene oficinas administrativas en una esquina, habitaciones y un café en la del frente, y un bar-restaurante con mesas en la vereda en la otra. Y además tiene una casona con varios minidepartamentos completamente equipados (y tan amplios que es un desperdicio para alguien que viaja solo), además de piscina privada. Casi como para olvidar que la playa está apenas a dos cuadras cortas, y que en estos días de “temporada baja” —lo que no significa lluvia, sino más calor y humedad—, los forasteros —sobre todo estadounidenses y canadienses— ya no se ven tanto porque, claro, es primavera en sus países. En la costa de Bucerías, los dos referentes turísticos más conocidos son Punta de Mita y Sayulita.
Punta Mita y Playa del Amor
Punta de Mita es el nombre del sector donde se desarrolló uno de los emprendimientos turísticos más sofisticados y caros del Pacífico mexicano: Punta Mita.
Aquí lo usual es que las propiedades se avalúen en millones de dólares y que la gente resuma el espíritu del lugar hablando de sus residentes famosos, donde figuran celebridades y hasta magnates. Pero no paramos en Punta de Mita por sus famosos, sino por sus increíbles aves y playas.
En las Marietas, dos agrestes islas a unos 40 minutos de la costa, categorizadas como “parque nacional”, hay gran variedad de aves endémicas, y unas playas tan blancas, solitarias y originales que hace unos años surgió la idea de convertirlas en una gran marina privada para yates de ultralujo. Esto cayó en oídos de los pescadores locales, que vieron en riesgo su fuente principal de ingresos, la captura de peces, y una secundaria que crecía: el traslado de turistas.
Al final, algo bueno salió de todo esto. Los pescadores locales vieron el potencial de la naturaleza que tenían a mano, así que, con ayuda de entes especializados, se organizaron para regular el traslado de los visitantes. Por eso, ahora mismo, mientras llegamos a la isla Redonda, que esconde la Playa del Amor, como hay varios botes esperando para desembarcar, las dos lanchas de control que vigilan todo mandan al nuestro a hacer primero el resto del recorrido. Así que vamos hasta la siguiente isla, Larga, donde hay un par de playas como de comercial, incluyendo la del Arco.
La gracia de esta playa es que, para bajar, el bote se detiene a cierta distancia y, luego de amarrarnos los chalecos salvavidas, debemos nadar hasta la orilla.
La playa, está dicho, es de postal. Parece difícil de superar, pero de todas maneras, a la vuelta tenemos que ver la otra, la de isla Redonda, donde haremos una maniobra de desembarco parecida. Más o menos.
Para llegar a la Playa del Amor hay que nadar también. Esta vez, lo que se ve es una especie de camino marcado por boyas que conducen a lo que parece una caverna golpeada por olas. La arena no se ve por parte alguna. Nada. Pero sabemos que ahí está, así que, cuando el guía dice que saltemos al agua, vamos.
También es distinta de la otra isla la intensidad de la corriente. No es imposible para un nadador mucho menos que aficionado, pero hay un segundo al menos en que la fuerza del agua se siente inquietante, porque uno bracea y parece quedar en el mismo sitio. O más atrás. Solo al entrar en la caverna se ven al fondo el agua esmeralda y la arena blanca, rodeada de un gran círculo que se abre al cielo.
La Playa del Amor está en una especie de anfiteatro natural, hecho de piedras esculpidas por el agua. Salvo eso, naturaleza, algunas cavernas y gente que quiere estirar el momento, no hay más. Y aun así, o quizá por eso mismo, vale el esfuerzo.
Aquí lo usual es que las propiedades se avalúen en millones de dólares y que la gente resuma el espíritu del lugar hablando de sus residentes famosos, donde figuran celebridades y hasta magnates. Pero no paramos en Punta de Mita por sus famosos, sino por sus increíbles aves y playas.
En las Marietas, dos agrestes islas a unos 40 minutos de la costa, categorizadas como “parque nacional”, hay gran variedad de aves endémicas, y unas playas tan blancas, solitarias y originales que hace unos años surgió la idea de convertirlas en una gran marina privada para yates de ultralujo. Esto cayó en oídos de los pescadores locales, que vieron en riesgo su fuente principal de ingresos, la captura de peces, y una secundaria que crecía: el traslado de turistas.
Al final, algo bueno salió de todo esto. Los pescadores locales vieron el potencial de la naturaleza que tenían a mano, así que, con ayuda de entes especializados, se organizaron para regular el traslado de los visitantes. Por eso, ahora mismo, mientras llegamos a la isla Redonda, que esconde la Playa del Amor, como hay varios botes esperando para desembarcar, las dos lanchas de control que vigilan todo mandan al nuestro a hacer primero el resto del recorrido. Así que vamos hasta la siguiente isla, Larga, donde hay un par de playas como de comercial, incluyendo la del Arco.
La gracia de esta playa es que, para bajar, el bote se detiene a cierta distancia y, luego de amarrarnos los chalecos salvavidas, debemos nadar hasta la orilla.
La playa, está dicho, es de postal. Parece difícil de superar, pero de todas maneras, a la vuelta tenemos que ver la otra, la de isla Redonda, donde haremos una maniobra de desembarco parecida. Más o menos.
Para llegar a la Playa del Amor hay que nadar también. Esta vez, lo que se ve es una especie de camino marcado por boyas que conducen a lo que parece una caverna golpeada por olas. La arena no se ve por parte alguna. Nada. Pero sabemos que ahí está, así que, cuando el guía dice que saltemos al agua, vamos.
También es distinta de la otra isla la intensidad de la corriente. No es imposible para un nadador mucho menos que aficionado, pero hay un segundo al menos en que la fuerza del agua se siente inquietante, porque uno bracea y parece quedar en el mismo sitio. O más atrás. Solo al entrar en la caverna se ven al fondo el agua esmeralda y la arena blanca, rodeada de un gran círculo que se abre al cielo.
La Playa del Amor está en una especie de anfiteatro natural, hecho de piedras esculpidas por el agua. Salvo eso, naturaleza, algunas cavernas y gente que quiere estirar el momento, no hay más. Y aun así, o quizá por eso mismo, vale el esfuerzo.
Sayulita, la onda ‘hippie’
Sayulita es el otro referente turístico en la Riviera Maya. Lo era hace ocho años y lo sigue siendo: una especie de pueblo de surf y yoga, donde los puestos de artesanía tradicional se mezclan con tiendas modernas, ‘rustichic’, con nombres como Revolución del Sueño (que tiene desde accesorios para la casa hasta camisetas con la estampa de Pancho Villa en modo hípster; claro, con esos bigotes). O en sitios como Sayulita Wine Shop, una vinoteca que también tiene una buena colección de tequilas, mezcales y algunas etiquetas seleccionadas de raicilla, un destilado de agave propio de esta región.
Sayulita es hoy un poco como era Playa del Carmen hace 20 años, o más, aunque sin el agua turquesa del Caribe mexicano ni su arena envidiablemente blanca. Pero con una historia relativamente similar: ‘hippies’ y surfistas extranjeros llegaron en los sesenta, se enamoraron de la onda local, y el resto se adivina.
Aun así, Sayulita parece estar lejos de ser lo que es Playa del Carmen hoy. Es lo que se siente luego de vagabundear por sus calles, comer en el excelente Don Pedro’s (con terraza al aire libre, justo antes de la bajada a la playa, así que es como un balcón para ver todo lo que pasa ahí) o visitar sitios como la galería Tanana, donde hay un despliegue impresionante de la auténtica artesanía huichol, la comunidad originaria de esta región, famosa por dos cosas: sus piezas cubiertas de mostacillas de colores llamadas chaquiras.
Mientras uno camina por Sayulita, aún entiende, en todo caso, lo que deben haber sentido los primeros forasteros que llegaron con sus tablas o escapando “del sistema”. Debe ser parecido a lo que uno empezará a sentir también en San Pancho, pero sobre todo en Lo de Marcos.
Lo cierto es que, así como los otros pueblos de esta Riviera Nayarit, no sería raro que las cosas por aquí cambiaran, notoriamente, pronto. Por ahora, solo queda remar de vuelta a la playa.
Sayulita es hoy un poco como era Playa del Carmen hace 20 años, o más, aunque sin el agua turquesa del Caribe mexicano ni su arena envidiablemente blanca. Pero con una historia relativamente similar: ‘hippies’ y surfistas extranjeros llegaron en los sesenta, se enamoraron de la onda local, y el resto se adivina.
Aun así, Sayulita parece estar lejos de ser lo que es Playa del Carmen hoy. Es lo que se siente luego de vagabundear por sus calles, comer en el excelente Don Pedro’s (con terraza al aire libre, justo antes de la bajada a la playa, así que es como un balcón para ver todo lo que pasa ahí) o visitar sitios como la galería Tanana, donde hay un despliegue impresionante de la auténtica artesanía huichol, la comunidad originaria de esta región, famosa por dos cosas: sus piezas cubiertas de mostacillas de colores llamadas chaquiras.
Mientras uno camina por Sayulita, aún entiende, en todo caso, lo que deben haber sentido los primeros forasteros que llegaron con sus tablas o escapando “del sistema”. Debe ser parecido a lo que uno empezará a sentir también en San Pancho, pero sobre todo en Lo de Marcos.
Lo cierto es que, así como los otros pueblos de esta Riviera Nayarit, no sería raro que las cosas por aquí cambiaran, notoriamente, pronto. Por ahora, solo queda remar de vuelta a la playa.
El Tiempo
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