Alquilar un carro y recorrer sus calles no es la opción más convencional, pero sí la más auténtica.
Viajar por tierra, en Cuba, parece una
aventura posible. La isla tiene 1.250 kilómetros de largo, 191 en su
punto más ancho y 31 en el más estrecho. Ir de un extremo a otro
requiere de tiempo y camino. Alquilar un auto es caro, desde 70 euros
por día sin contar la gasolina, pero es la mejor manera de hacerlo.
El plan: tenía un poco más de tres semanas
para cruzar el país. Partiendo de La Habana, la idea era ir primero al
occidente de la isla y pasar unos días en el valle de Viñales, luego
virar al este y recorrer Cienfuegos, Trinidad y Santa Clara, para
terminar en el oriente, en Santiago de Cuba. De ahí dar la vuelta y
llegar a Cayo Coco, en la provincia Ciego de Ávila.
Aunque existen colectivos turísticos y una red
ferroviaria con poca periodicidad, la opción del carro era la que
cuadraba mejor. En el camino me cruzaría con jineteros (o falsos
policías que te desvían de la ruta), baches, bicicletas, camiones, vías
de tren sin barrera y flechas confusas. También con tierra roja, cerros
verde selva, mangos y playas de arena blanca y mar turquesa.
Sin reserva previa, me embarqué en la tarea de
conseguir un auto donde la importación está trabada desde hace 50 años
por el embargo comercial de Estados Unidos, que arrancó en 1961, luego
del triunfo de la Revolución en la tierra de Fidel Castro. Si bien en un
hecho histórico los gobiernos de Raúl Castro y Barack Obama abrieron el
diálogo para restablecer las relaciones diplomáticas, todavía no se
perciben los cambios.
Rumbo a Viñales
Alquilé un auto chino en una oficina de
Cubacar. Era un Geely –de las pocas marcas que entran a Cuba–. Apenas me
subí, empezó el juego de postas: esquivar bicicletas, cocotaxis y niños
jugando fútbol con pelotas de trapo en las calles de La Habana.
Como buena extranjera, me perdí en callejones,
lado a lado con autos de los años 50, esos tan fotogénicos –Cadillacs,
Chevrolets, Fords–, que en el resto del mundo se exponen en museos. En
la isla, son taxis con repuestos fabricados por los cubanos, mecánicos
expertos por necesidad.
La ruta empezó rumbo al noroeste de la
capital, hacia el valle de Viñales, uno de los municipios de Pinar del
Río, la provincia más occidental de la isla. Emplazado en la sierra de
los Órganos, este paraje rural que se erige en uno de los parques
nacionales más pintorescos del país, famoso por sus plantaciones de
tabaco donde se enorgullecen de fabricar habanos sin conservantes, sus
mogotes y su tierra colorada.
Para ese tramo hay autopista (A1 tiene 505
kilómetros y va desde Pinar a Sancti Spíritus, el resto se recorre por
la carretera central). Lo que no quiere decir que no haya pozos. El
viaje en auto deslumbra por los paisajes coloridos que alternan cerros
verdes semiselváticos cubiertos de niebla espesa, con campos llanos y
vacas flacas.
Fueron casi tres horas. En ese trayecto surgió
el primer contratiempo. En medio del camino me paró un hombre vestido
de azul con sombrero de policía. Tenía un silbato. Pensé que me había
excedido de velocidad. Frené bajo un puente, había más personas.
El hombre se acercó, me dijo que un camión se
había quedado sin gasolina y si podía llevar a uno de los conductores
unos kilómetros para buscar un bidón. Nunca me pidió papeles, ni
pasaporte. Ahí me acordé de Víctor, un amable hombre que había conocido
en el Cubacar.
“No levantes a nadie en la ruta, no importa lo
que te diga”, me había dicho. Entonces, le respondí que no podía y
seguí el camino con culpa.
A pocos kilómetros ocurrió lo mismo. Otro
hombre de azul con silbato me pedía frenar, casi poniéndose frente al
coche. Ellos, aprendí después, son los jineteros. Cuando entran al auto
dicen que el lugar adonde uno va es malo y lo llevan a otra casa de
familia.
“No roban, solo buscan provecho”, dijo Gladys, mi anfitriona en Viñales, que me esperaba con una piña colada en la terraza.
Tenía razón, en 25 días de viaje nunca escuché
nada acerca de robos ni viví momentos de inseguridad. Pero había otros
problemas: carteles con flechas solían estar tachados y no sabía para
dónde doblar para llegar a destino.
El abecé de la carretera
En casi 200 kilómetros había aprendido el
abecé de las rutas cubanas. No parar, aprender a resistir pozos y no
seguir las flechas sin estar segura, pueden haber sido manipuladas.
Desde el fin de la autopista a la casa donde
dormí, vi campos verdes con plantaciones de plátano, tabaco y café,
ranchos en el medio de la nada, árboles con frutos rojos, cebús,
caballos y mogotes con cuevas habitadas por colonias de murciélagos y
estalactitas.
Luego de manejar por un terraplén sobre el mar
para llegar a cayo Jutías y descubrir una playa paradisíaca con arena
blanca y mar turquesa, al norte de Viñales, una lluvia tropical agudizó
los colores de la tierra y sacó de sus ranchos a los campesinos. El
capítulo occidental había terminado. El periplo siguió al centro de la
isla por la autopista.
Después de 400 kilómetros, siete horas
manejando sin parar, no pude evitar pisar a cientos de cangrejos que
salían de la tierra y enfrentaban a las llantas con valentía, en la ruta
costera rumbo a playa Girón, en la bahía de Cochinos.
Además de ser uno de los sitios elegidos por
los amantes del buceo, ese punto se convirtió en un centro neurálgico de
la historia de la isla luego del desembarco de 1.500 exiliados cubanos
apoyados por Estados Unidos para sacar del poder a Castro en 1961.
Todos los testimonios del enfrentamiento en el
que salió vencedor el gobierno de Fidel están en el museo municipal de
playa Girón.
Cienfuegos
La ruta continuó hacia el sudeste, 95
kilómetros, para ver la arquitectura neoclásica de la plaza de
Cienfuegos, donde adolescentes jugaban al fútbol debajo de una lluvia
torrencial. Y, después de otra hora y media al volante, Trinidad.
Fundada en 1514, es una de las ciudades coloniales mejor conservadas de
América.
Unos cien kilómetros al norte surge Santa
Clara. Y me desvié del camino para conocer el mausoleo del Che. En esa
ciudad, en el centro de la isla, el argentino descarriló un tren
blindado y selló el inicio de la Revolución. Tanto el mausoleo como la
estación de ferrocarril se pueden visitar.
De Sancti Spíritus a Santiago de Cuba solo hay
carreteras. Las provincias varían en sus accidentes geográficos. De la
tierra roja se puede pasar a un terreno llano donde abundan las
plantaciones de arroz. Lo que no varía es la presencia de pozos. La
experiencia de transitar estos caminos es similar a cabalgar.
Camagüey y Santiago
“No hay pérdida”, prometen los cubanos. Pero
con la escasa señalización y la falta de internet, andar por las rutas
es entregarse a los astros. Nunca se está seguro de lo que ocurre. Ni
cuando una vía irrumpe en medio del camino, no hay barrera y los trenes
aparecen en cualquier momento. Ni cuando campesinos en medio de la nada
ofrecen mangos que acaban de cortar de los árboles.
Entre lluvias intempestivas y paradas en
Camagüey, a 280 kilómetros de Santa Clara, famosa por sus estrechas y
laberínticas calles así trazadas para despistar a los piratas, y Bayamo,
207 kilómetros al oeste, capital de la provincia de Granma, donde
estuvieron escondidos el Che, Fidel y Raúl Castro antes de hacer la
Revolución, seguí camino hasta Santiago de Cuba. Los parajes rurales son
pintorescos, las casas son bajas y coloridas, las veredas anchas y el
tiempo está detenido.
La plaza central sigue siendo el núcleo de la
vida cubana. Es ahí donde la gente se junta al anochecer a escuchar
música, jugar al dominó o al ajedrez, fumarse un habano y tomar ron.
En Palma Soriano (a 77 kilómetros de Bayamo y a
43 de Santiago) surge otra vez la autopista que termina en la que fue
la primera capital de la isla.
Santiago es el oriente, donde la trova, el
son, la rumba y los recuerdos de la Revolución laten fuerte. Ahí está,
el cuartel de Moncada, donde Fidel hizo el primer intento de derrocar a
Fulgencio Batista y la Sierra Maestra, donde se escondieron los
cabecillas rebeldes. Se visita la Comandancia del Plata, el campamento
desde donde Castro dirigía la guerrilla contra Batista. Hace falta ir
con guía.
De Santiago a Morón (provincia de Ciego de Ávila) hay 482 km, ocho horas de baches, curvas y camiones.
Y de Morón a Cayo Coco son otros 70, la
mayoría sobre un terraplén ganado al mar. Son varios minutos arriba de
un asfalto sostenido por rocas, con el agua como único horizonte hasta
que un grupo de flamencos, instalados en los juncos, me despertó del
letargo. Estaba entrando al escenario que inspiró a Ernest Hemingway
para escribir El viejo y el mar.
Después de 15 días, dejé el auto en la oficina
de Cubacar sin haber pinchado ni una vez. Parece que las llantas del
Geely resisten las inclemencias del terreno. Misión cumplida: casi toda
la isla recorrida en un auto chino, con la guía del inconsciente, los
campesinos y un mapa donado por Gladys en Viñales.
Lo que siguió fueron ocho días en cayo Guillermo, una playa igual a la del protector de pantalla del Windows.
El Tiempo
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