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lunes, 7 de diciembre de 2015

Cuba, una aventura sobre ruedas

Alquilar un carro y recorrer sus calles no es la opción más convencional, pero sí la más auténtica.

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Viajar por tierra, en Cuba, parece una aventura posible. La isla tiene 1.250 kilómetros de largo, 191 en su punto más ancho y 31 en el más estrecho. Ir de un extremo a otro requiere de tiempo y camino. Alquilar un auto es caro, desde 70 euros por día sin contar la gasolina, pero es la mejor manera de hacerlo.

El plan: tenía un poco más de tres semanas para cruzar el país. Partiendo de La Habana, la idea era ir primero al occidente de la isla y pasar unos días en el valle de Viñales, luego virar al este y recorrer Cienfuegos, Trinidad y Santa Clara, para terminar en el oriente, en Santiago de Cuba. De ahí dar la vuelta y llegar a Cayo Coco, en la provincia Ciego de Ávila.


Aunque existen colectivos turísticos y una red ferroviaria con poca periodicidad, la opción del carro era la que cuadraba mejor. En el camino me cruzaría con jineteros (o falsos policías que te desvían de la ruta), baches, bicicletas, camiones, vías de tren sin barrera y flechas confusas. También con tierra roja, cerros verde selva, mangos y playas de arena blanca y mar turquesa.

Sin reserva previa, me embarqué en la tarea de conseguir un auto donde la importación está trabada desde hace 50 años por el embargo comercial de Estados Unidos, que arrancó en 1961, luego del triunfo de la Revolución en la tierra de Fidel Castro. Si bien en un hecho histórico los gobiernos de Raúl Castro y Barack Obama abrieron el diálogo para restablecer las relaciones diplomáticas, todavía no se perciben los cambios.


Rumbo a Viñales

Alquilé un auto chino en una oficina de Cubacar. Era un Geely –de las pocas marcas que entran a Cuba–. Apenas me subí, empezó el juego de postas: esquivar bicicletas, cocotaxis y niños jugando fútbol con pelotas de trapo en las calles de La Habana.

Como buena extranjera, me perdí en callejones, lado a lado con autos de los años 50, esos tan fotogénicos –Cadillacs, Chevrolets, Fords–, que en el resto del mundo se exponen en museos. En la isla, son taxis con repuestos fabricados por los cubanos, mecánicos expertos por necesidad.

La ruta empezó rumbo al noroeste de la capital, hacia el valle de Viñales, uno de los municipios de Pinar del Río, la provincia más occidental de la isla. Emplazado en la sierra de los Órganos, este paraje rural que se erige en uno de los parques nacionales más pintorescos del país, famoso por sus plantaciones de tabaco donde se enorgullecen de fabricar habanos sin conservantes, sus mogotes y su tierra colorada.

Para ese tramo hay autopista (A1 tiene 505 kilómetros y va desde Pinar a Sancti Spíritus, el resto se recorre por la carretera central). Lo que no quiere decir que no haya pozos. El viaje en auto deslumbra por los paisajes coloridos que alternan cerros verdes semiselváticos cubiertos de niebla espesa, con campos llanos y vacas flacas.

Fueron casi tres horas. En ese trayecto surgió el primer contratiempo. En medio del camino me paró un hombre vestido de azul con sombrero de policía. Tenía un silbato. Pensé que me había excedido de velocidad. Frené bajo un puente, había más personas.

El hombre se acercó, me dijo que un camión se había quedado sin gasolina y si podía llevar a uno de los conductores unos kilómetros para buscar un bidón. Nunca me pidió papeles, ni pasaporte. Ahí me acordé de Víctor, un amable hombre que había conocido en el Cubacar.

“No levantes a nadie en la ruta, no importa lo que te diga”, me había dicho. Entonces, le respondí que no podía y seguí el camino con culpa.

A pocos kilómetros ocurrió lo mismo. Otro hombre de azul con silbato me pedía frenar, casi poniéndose frente al coche. Ellos, aprendí después, son los jineteros. Cuando entran al auto dicen que el lugar adonde uno va es malo y lo llevan a otra casa de familia.

“No roban, solo buscan provecho”, dijo Gladys, mi anfitriona en Viñales, que me esperaba con una piña colada en la terraza.

Tenía razón, en 25 días de viaje nunca escuché nada acerca de robos ni viví momentos de inseguridad. Pero había otros problemas: carteles con flechas solían estar tachados y no sabía para dónde doblar para llegar a destino.


El abecé de la carretera

En casi 200 kilómetros había aprendido el abecé de las rutas cubanas. No parar, aprender a resistir pozos y no seguir las flechas sin estar segura, pueden haber sido manipuladas.

Desde el fin de la autopista a la casa donde dormí, vi campos verdes con plantaciones de plátano, tabaco y café, ranchos en el medio de la nada, árboles con frutos rojos, cebús, caballos y mogotes con cuevas habitadas por colonias de murciélagos y estalactitas.

Luego de manejar por un terraplén sobre el mar para llegar a cayo Jutías y descubrir una playa paradisíaca con arena blanca y mar turquesa, al norte de Viñales, una lluvia tropical agudizó los colores de la tierra y sacó de sus ranchos a los campesinos. El capítulo occidental había terminado. El periplo siguió al centro de la isla por la autopista.

Después de 400 kilómetros, siete horas manejando sin parar, no pude evitar pisar a cientos de cangrejos que salían de la tierra y enfrentaban a las llantas con valentía, en la ruta costera rumbo a playa Girón, en la bahía de Cochinos.

Además de ser uno de los sitios elegidos por los amantes del buceo, ese punto se convirtió en un centro neurálgico de la historia de la isla luego del desembarco de 1.500 exiliados cubanos apoyados por Estados Unidos para sacar del poder a Castro en 1961.

Todos los testimonios del enfrentamiento en el que salió vencedor el gobierno de Fidel están en el museo municipal de playa Girón.

Cienfuegos

La ruta continuó hacia el sudeste, 95 kilómetros, para ver la arquitectura neoclásica de la plaza de Cienfuegos, donde adolescentes jugaban al fútbol debajo de una lluvia torrencial. Y, después de otra hora y media al volante, Trinidad. Fundada en 1514, es una de las ciudades coloniales mejor conservadas de América.

Unos cien kilómetros al norte surge Santa Clara. Y me desvié del camino para conocer el mausoleo del Che. En esa ciudad, en el centro de la isla, el argentino descarriló un tren blindado y selló el inicio de la Revolución. Tanto el mausoleo como la estación de ferrocarril se pueden visitar.

De Sancti Spíritus a Santiago de Cuba solo hay carreteras. Las provincias varían en sus accidentes geográficos. De la tierra roja se puede pasar a un terreno llano donde abundan las plantaciones de arroz. Lo que no varía es la presencia de pozos. La experiencia de transitar estos caminos es similar a cabalgar.

Camagüey y Santiago

“No hay pérdida”, prometen los cubanos. Pero con la escasa señalización y la falta de internet, andar por las rutas es entregarse a los astros. Nunca se está seguro de lo que ocurre. Ni cuando una vía irrumpe en medio del camino, no hay barrera y los trenes aparecen en cualquier momento. Ni cuando campesinos en medio de la nada ofrecen mangos que acaban de cortar de los árboles.

Entre lluvias intempestivas y paradas en Camagüey, a 280 kilómetros de Santa Clara, famosa por sus estrechas y laberínticas calles así trazadas para despistar a los piratas, y Bayamo, 207 kilómetros al oeste, capital de la provincia de Granma, donde estuvieron escondidos el Che, Fidel y Raúl Castro antes de hacer la Revolución, seguí camino hasta Santiago de Cuba. Los parajes rurales son pintorescos, las casas son bajas y coloridas, las veredas anchas y el tiempo está detenido.

La plaza central sigue siendo el núcleo de la vida cubana. Es ahí donde la gente se junta al anochecer a escuchar música, jugar al dominó o al ajedrez, fumarse un habano y tomar ron.

En Palma Soriano (a 77 kilómetros de Bayamo y a 43 de Santiago) surge otra vez la autopista que termina en la que fue la primera capital de la isla.

Santiago es el oriente, donde la trova, el son, la rumba y los recuerdos de la Revolución laten fuerte. Ahí está, el cuartel de Moncada, donde Fidel hizo el primer intento de derrocar a Fulgencio Batista y la Sierra Maestra, donde se escondieron los cabecillas rebeldes. Se visita la Comandancia del Plata, el campamento desde donde Castro dirigía la guerrilla contra Batista. Hace falta ir con guía.

De Santiago a Morón (provincia de Ciego de Ávila) hay 482 km, ocho horas de baches, curvas y camiones.
Y de Morón a Cayo Coco son otros 70, la mayoría sobre un terraplén ganado al mar. Son varios minutos arriba de un asfalto sostenido por rocas, con el agua como único horizonte hasta que un grupo de flamencos, instalados en los juncos, me despertó del letargo. Estaba entrando al escenario que inspiró a Ernest Hemingway para escribir El viejo y el mar.

Después de 15 días, dejé el auto en la oficina de Cubacar sin haber pinchado ni una vez. Parece que las llantas del Geely resisten las inclemencias del terreno. Misión cumplida: casi toda la isla recorrida en un auto chino, con la guía del inconsciente, los campesinos y un mapa donado por Gladys en Viñales.

Lo que siguió fueron ocho días en cayo Guillermo, una playa igual a la del protector de pantalla del Windows.

El Tiempo

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