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lunes, 4 de mayo de 2015

Samaná, una península de playas paradisiacas

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Según The New York Times, esta zona de República Dominicana es uno de los mejores destinos. 



Están cerca, pero no se alcanzan a ver. Las Terrenas, El Rincón, Las Galeras –todas playas con justificada reputación “caribeña”– están a no más de veinte minutos en auto desde donde me encuentro ahora: en pleno centro de Samaná, una ciudad en el noroeste dominicano, no muy lejos de Punta Cana. Pero no vengo para ver aguas calipso –que las hay– ni arenas claras –también–, ni mucho menos turistas de hotel –que se multiplican a cada momento–, sino todo lo contrario. Vengo a Samaná por su otro gran atractivo: los valles y áreas protegidas de esta zona con vista al mar.

Llego a esta península que suma varias reseñas en medios internacionales como The New York Times, donde fue rankeada entre los mejores destinos hace poco. Esa popularidad en alza ha transformado un tanto la fisonomía de la ciudad. Samaná poco a poco se aleja de la ruralidad que abunda en las comunidades agrícolas de los frondosos valles que la rodean, y pareciera que el mundo la empuja hacia la modernidad: hace un año se inauguró una carretera que reduce en dos horas el viaje desde Santo Domingo, la capital dominicana, que antes se encontraba al doble de distancia; en el 2006, además, comenzó a funcionar su primer aeropuerto internacional, El Catey, y con ello apareció la aerolínea Jet Blue con vuelos directos desde Estados Unidos.


Desde el centro de Samaná, la ciudad parece un gran coliseo: una zona urbana cercada por montañas que no se desvanecen sino hasta chocar con la costa. Hacia donde sea que uno mire hay árboles cocoteros brotando en el paisaje, hundiendo sus raíces en la orilla del mar o en el patio de modestas casas hechas con tablas de palma, donde vive buena parte de los 51 mil habitantes que tiene Samaná. Dejo atrás la ciudad y sus aromas (incluyendo el de los “picapollos”, pollo apanado con tostones fritos (patacones), uno de los platos más populares acá, para embarcarme hacia uno de sus sectores más preciados: el Parque Nacional Los Haitises, con una superficie de 3.600 kilómetros cuadrados, que mezcla rutas entre manglares y cuevas al borde del océano.

A bordo de la embarcación veo cómo Samaná se transforma en un círculo verdoso en el horizonte, y marca el límite entre el océano y el cielo. Frente a la lancha, la vista hacia estas aguas caribeñas se interrumpe con la repentina aparición de pequeños cayos.

Después de haber atravesado con el bote una especie de laberinto de árboles de raíces retorcidas, que de tan gruesas forman una plataforma irregular con pasadizos sobre el agua, siento la alegría de por fin llegar a tierra firme y poder adentrarme en este bosque que bien podría haber pintado Dalí.

Bajo en el muelle para seguir una ruta a través de una vegetación espesa, beneficiada seguramente por las fuertes lluvias que caen en esta zona, donde a veces se registran hasta 2.500 milímetros de agua al año.

Mientras trato de caminar, analizo qué pasos dar en este terreno impredecible. Quizás por ese aspecto tipo Jurassic Park es que aquí se filmó uno de los ciclos del reality show Survivor, me digo a mi misma justo cuando ya estamos cerca de llegar a la atracción principal: la cadena de cavernas con pictografías y petroglifos que hay en las cuevas de La Reyna, San Gabriel y La Línea.


El primer turista que recibió Samaná fue Cristóbal Colón. Así le gusta decir a Carlos Navarro, criador de Ráfaga, el caballo en el que ahora monto para subir por las montañas de esta región y encontrar su salto de agua más apetecido: el Limón, con una caída de 45 metros de altura.

No sé cómo, pero alcanzamos el salto El Limón y, con todo el torrente que arroja a una piscina de agua natural, es imposible aguantar las ganas de darse un chapuzón, y de paso olvidar el susto previo. El Limón causa estruendo con su volumen de agua.

En el momento en que admiraba la selva, noté que algo se movía en el agua: en ella nadaban peces muy pequeños, de color opaco, pasando casi inadvertidos. Tan inadvertidos como el niño de diez años que en ese instante se zambullía una y otra vez para bañar a su caballo. Juntando mucho líquido entre sus manos, lo arrojaba después sobre el animal como si fuera una bendición. En ese momento perdí el rastro de los otros caballos. Perdí el rastro de El Limón. Perdí cualquier deseo de ir a una playa.

Parecía como si no hubiese forma de estar más cerca de la verdadera Samaná que en ese segundo.

Cómo llegar
Samaná está a 245 kilómetros de la capital, Santo Domingo. Una carretera nueva une ambos puntos en dos horas. Copa Airlines vuela diariamente a Santo Domingo, con conexión en Ciudad de Panamá. Tenga en cuenta que Samaná tiene fama de ser el área más lluviosa del país. Eso ayuda a entender su verdor.

El Mercurio

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