Según The New York Times, esta zona de República Dominicana es uno de los mejores destinos.
Están cerca, pero no se alcanzan a ver. Las
Terrenas, El Rincón, Las Galeras –todas playas con justificada
reputación “caribeña”– están a no más de veinte minutos en auto desde
donde me encuentro ahora: en pleno centro de Samaná, una ciudad en el
noroeste dominicano, no muy lejos de Punta Cana. Pero no vengo para ver
aguas calipso –que las hay– ni arenas claras –también–, ni mucho menos
turistas de hotel –que se multiplican a cada momento–, sino todo lo
contrario. Vengo a Samaná por su otro gran atractivo: los valles y áreas
protegidas de esta zona con vista al mar.
Llego a esta península que suma varias reseñas
en medios internacionales como The New York Times, donde fue rankeada
entre los mejores destinos hace poco. Esa popularidad en alza ha
transformado un tanto la fisonomía de la ciudad. Samaná poco a poco se
aleja de la ruralidad que abunda en las comunidades agrícolas de los
frondosos valles que la rodean, y pareciera que el mundo la empuja hacia
la modernidad: hace un año se inauguró una carretera que reduce en dos
horas el viaje desde Santo Domingo, la capital dominicana, que antes se
encontraba al doble de distancia; en el 2006, además, comenzó a
funcionar su primer aeropuerto internacional, El Catey, y con ello
apareció la aerolínea Jet Blue con vuelos directos desde Estados Unidos.

Desde el centro de Samaná, la ciudad parece un
gran coliseo: una zona urbana cercada por montañas que no se desvanecen
sino hasta chocar con la costa. Hacia donde sea que uno mire hay
árboles cocoteros brotando en el paisaje, hundiendo sus raíces en la
orilla del mar o en el patio de modestas casas hechas con tablas de
palma, donde vive buena parte de los 51 mil habitantes que tiene Samaná.
Dejo atrás la ciudad y sus aromas (incluyendo el de los “picapollos”,
pollo apanado con tostones fritos (patacones), uno de los platos más
populares acá, para embarcarme hacia uno de sus sectores más preciados:
el Parque Nacional Los Haitises, con una superficie de 3.600 kilómetros
cuadrados, que mezcla rutas entre manglares y cuevas al borde del
océano.
A bordo de la embarcación veo cómo Samaná se
transforma en un círculo verdoso en el horizonte, y marca el límite
entre el océano y el cielo. Frente a la lancha, la vista hacia estas
aguas caribeñas se interrumpe con la repentina aparición de pequeños
cayos.
Después de haber atravesado con el bote una
especie de laberinto de árboles de raíces retorcidas, que de tan gruesas
forman una plataforma irregular con pasadizos sobre el agua, siento la
alegría de por fin llegar a tierra firme y poder adentrarme en este
bosque que bien podría haber pintado Dalí.
Bajo en el muelle para seguir una ruta a
través de una vegetación espesa, beneficiada seguramente por las fuertes
lluvias que caen en esta zona, donde a veces se registran hasta 2.500
milímetros de agua al año.
Mientras trato de caminar, analizo qué pasos
dar en este terreno impredecible. Quizás por ese aspecto tipo Jurassic
Park es que aquí se filmó uno de los ciclos del reality show Survivor,
me digo a mi misma justo cuando ya estamos cerca de llegar a la
atracción principal: la cadena de cavernas con pictografías y
petroglifos que hay en las cuevas de La Reyna, San Gabriel y La Línea.

El primer turista que recibió Samaná fue
Cristóbal Colón. Así le gusta decir a Carlos Navarro, criador de Ráfaga,
el caballo en el que ahora monto para subir por las montañas de esta
región y encontrar su salto de agua más apetecido: el Limón, con una
caída de 45 metros de altura.
No sé cómo, pero alcanzamos el salto El Limón
y, con todo el torrente que arroja a una piscina de agua natural, es
imposible aguantar las ganas de darse un chapuzón, y de paso olvidar el
susto previo. El Limón causa estruendo con su volumen de agua.
En el momento en que admiraba la selva, noté
que algo se movía en el agua: en ella nadaban peces muy pequeños, de
color opaco, pasando casi inadvertidos. Tan inadvertidos como el niño de
diez años que en ese instante se zambullía una y otra vez para bañar a
su caballo. Juntando mucho líquido entre sus manos, lo arrojaba después
sobre el animal como si fuera una bendición. En ese momento perdí el
rastro de los otros caballos. Perdí el rastro de El Limón. Perdí
cualquier deseo de ir a una playa.
Parecía como si no hubiese forma de estar más cerca de la verdadera Samaná que en ese segundo.
Cómo llegar
Samaná está a 245 kilómetros de la capital,
Santo Domingo. Una carretera nueva une ambos puntos en dos horas. Copa
Airlines vuela diariamente a Santo Domingo, con conexión en Ciudad de
Panamá. Tenga en cuenta que Samaná tiene fama de ser el área más lluviosa del país. Eso ayuda a entender su verdor.
El Mercurio
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