Leshan, la antigua Jiazhou, supera actualmente los
3.500.000 habitantes. En España –lo mismo que en el resto del Viejo
Mundo– conformaría una urbe de primera magnitud. Pero estamos en China
(concretamente, en la provincia de Sichuan,
en el suroeste del país) y aquí es otro el rasero. «Sí, para nosotros
es una ciudad pequeña», nos confirma Sunny Wang, la joven y simpática
relaciones públicas del Anantara Emei Resort & Spa, el nuevo hotelde
lujo de dicha cadena a los pies de las cercanas montañas homónimas.
«Leshan», añade, «no es ni mucho menos Chengdu».
Sunny se refiere a la capital provincial, situada 260 km
más al norte, donde alientan 14 millones de almas. Un hormiguero humano
desmesurado, sin duda, pero al que la «pequeña» Leshan
no tiene nada que envidiarle en cuanto a modernidad y servicios. Y
menos aún en lo tocante a su patrimonio cultural, singularizado en una
de las más prodigiosas creaciones artísticas de todos los tiempos: el Buda Gigante de los acantilados de Lingyun,
situados al sur de la ciudad, justamente en la confluencia de sus tres
ríos: Minjiang, Dadu y Qingyi. Incluida por la Unesco en 1996 en su
lista del Patrimonio Mundial, se trata de la estatua de Buda excavada en
roca más alta del orbe.
Estamos en domingo y, aunque temprana todavía la mañana, el
muelle fluvial comienza a llenarse de gente. A los moradores de Leshan
se suman foráneos llegados prácticamente a diario –y hoy, día festivo,
en cantidad abrumadora– de todos los confines del país. Las barcazas parten cada 20 minutos.
Perfectamente adaptadas a su misión, navegan las tranquilas aguas del
Minjiang, rumbo al entresijo de farallones, bosque denso y altos bambúes
de la orilla opuesta. Atrás van quedando la estela sobre la corriente,
el elegante paseo ribereño del distrito de Shizhong y las torres de
cemento de la parte baja y comercial de la gran ciudad.
Apenas un cuarto de hora después de la partida, la barcaza,
cerca ya del acantilado y marchando en paralelo al mismo, ralentiza la
marcha. A bordo se hace un silencio expectante. El secreto de la montaña de Lingyun,
oculto aún, ya se adivina. De pronto, la roca se repliega ante la proa,
abismándose en una hondura colosal. Los pasajeros prorrumpen en sonoros
«¡Waw!» y enloquecen con cámaras, móviles y tablets, buscando ángulos y
ensayando selfis a granel. Tienen ante sí lo que venían buscando y
ansiaban conocer: el Buda Gigante de Leshan, cristalización de la
sabiduría popular de la antigua China y uno de los milagros artísticos
de su milenaria historia.
La talla, que tiene una altura de 71 metros,
representa a Maitreya, el Buda del Futuro –sucesor de Siddhartha
Gautama, el Buda histórico–, con las manos apoyadas sobre las rodillas,
en una postura hierática y con expresión solemne. El cabello consta de
más de un millar de rulos, cada uno tan grande como una mesa. La distancia entre los hombros es de 28 m, cada oreja mide 7 m,
las cejas 5,6 m, igual que la nariz, y el menor de los dedos del pie es
suficientemente largo como para que lo puedan cabalgar diez personas
juntas.
Las crónicas hablan de un monje llamado Haitong, quien comenzó a esculpirlo en el año 713, durante la dinastía Tang.
Su propósito era que la presencia del Buda aplacara la turbulencia de
los tres ríos, haciendo más lentas las mareas, impidiendo sus
inundaciones y protegiendo a los barcos de sus crecidas. La estatua se
terminó 9 décadas y 3 generaciones después y se cuenta que,
efectivamente, las corrientes se amansaron y la navegación se hizo
segura. El Buda, pues, salvó a todos, si bien la ciencia actual explica
que la roca extraída durante el tallado se depositó en los lechos
fluviales, alterando su curso y eliminando la peligrosidad de las aguas.
La gran estatua, erosionada durante siglos por el viento y las lluvias,
fue restaurada en 1962, recuperando parte de su estado original.
De regreso a Leshan, afrontamos un segundo lance: la visita a pie de la montaña de Lingyun.
Mediada la mañana, la afluencia humana es resueltamente multitudinaria:
jóvenes y mayores, en solitario o en familia acompañados de sus
ancianos, niños y hasta de sus mascotas. Un guirigay de voces chinas
altisonantes. Turismo –por lo que venimos observando– exclusivamente
interior. El extranjero, de momento, se reduce a nuestra presencia y
pare usted de contar. ¡Qué chocante impresión la de sabernos ejemplares
únicos entre miles de semejantes! Algunos, considerándonos rara avis,
incluso solicitan permiso para fotografiarse con nosotros…
El inmenso parque está lleno de templos, pagodas, jardines, cuevas e inscripciones en piedra de textos de personajes célebres.
Llegar a la plataforma situada al nivel de la cabeza del Gran Buda no
constituye un problema. Pero acometer la empinada y estrecha escalinata,
igualmente excavada en la roca, que lleva hasta sus pies sí que lo es:
¡una cola de siete vueltas –como las aeroportuarias del sellado de
entrada en los pasaportes-, con demoras de casi una hora para descender
sus 250 escalones! En un codo intermedio, una chinita avispada ha
instalado su carrito de venta de salchichas, santo remedio para distraer
la larga espera, que sus compatriotas aceptan como cosa
consuetudinaria, armados de resignación –o tal vez de estoicismo– a lo
budista. Aunque para nosotros tiene otra connotación: cosas como el Gran
Buda de Leshan sólo se ven una vez en la vida.
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