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miércoles, 25 de mayo de 2016

Guía para descubrir el espíritu salvaje de Vichada

Un destino de atardeceres únicos, ríos salvajes y otras maravillas que no se puede perder.


Vichada, la tierra donde nace el sol que alumbra a Colombia.

Vichada, la tierra donde nace el sol que alumbra a Colombia. Así la describe Rosevel Rodríguez, nuestro guía en esta aventura. Queríamos soledad, silencio, soles generosos... y los tuvimos. Regresamos, morena la piel y llena el alma de reclamos de libertad y de espacios infinitos.

La gente de Puerto Carreño es festiva y acogedora. Frente a la capital del departamento, el poderoso Meta rinde sus aguas al Padre Orinoco. Allí fuimos a ver cómo los delfines saltan por decenas al lado de la barca. Es un espectáculo emocionante. Y remontando el Orinoco, nos metimos en el vericueto de piedras redondeadas en medio del río que se cuela entre ellas formando borbotones y cascadas.

El sitio se llama Ventanas y el inmenso ‘rebaño’ de piedras sobre las que caminamos ofrece un espectáculo memorable. Al regresar a Puerto Carreño entramos a visitar la reserva Bojonawi, de la Fundación Omacha, fruto del abnegado trabajo de Fernando Trujillo por salvar la fauna marina.


La laguna El Pañuelo, que es el corazón de la reserva, es un refugio de paz y de belleza y alberga caimanes, perros de agua, tortugas y nutrias. Cuando hay cosecha de mangos en Puerto Carreño, una de las ciudades más arboladas de Colombia, las frutas tapizan las calles y el fresco aroma invade la ciudad.


Hermosas cascadas en Vichada. Andrés Hurtado García

En el campero del ‘Morocho’ Gómez nos hundimos en las sabanas. A eso habíamos ido. El sol reinaba generoso en un cielo totalmente azul y así fueron todos los días de nuestra aventura. Por un carreteable nos dirigimos hacia el sur. Pasamos el hermoso Bita, único río protegido de Colombia. Más al sur cruzamos en ferry el río Dagua y una hora más tarde llegamos al río Mesetas, también de brillantes aguas negras. Ya estábamos lejos de todo y cerca de todo lo que buscábamos: la inmensidad, las sabanas embrujadoras. Nos deteníamos constantemente para meternos entre las grandes piedras y las manchas de bosques y alejándonos del vehículo buscábamos los lejanos afloramientos rocosos a los que llegábamos después de caminar varias horas.

Para nosotros el pensamiento de Teilhard de Chardin es norma de vida: “Dejadme sentir la inmensa música de las cosas”. Siempre marchamos en silencio con el alma abierta a los insistentes y callados mensajes del cosmos. Así llegamos hasta el Cerro Humeante, al que dimos casi la vuelta completa. El cerro es un referente de las sabanas y se observa desde muchos kilómetros a la redonda.


Sentarse en una piedra gigante a contemplar la inmensidad del río Orinoco. Todo un privilegio. Andrés Hurtado García

Fuimos a dormir a Tambora, a orillas del Orinoco. Nos dirigimos luego al corazón del Parque Nacional Tuparro, que es Patrimonio Natural de la Humanidad. Conocedor como soy de estas áreas de conservación en Colombia, considero al Tuparro como el Parque más completo y por ende el más bello de nuestro país.

Alberga ríos maravillosos como el Orinoco, el cuarto río más largo del planeta; el río Tomo, de muchos meandros, y el río Tuparro, de aguas verdosas. Las islas de estos ríos, como la llamada Guahibos, son muy extensas; hay sabanas con bosques de galería y sobre todo morichales que son el más hermoso paisaje vegetal de los Llanos. En el Tuparro hay tepuyes desde cuyas cimas se abarca toda la inmensidad y la fauna es numerosa: jaguares, grandes anacondas, venados, chigüiros, tortugas, babillas y caimanes y toda clase de aves.


Raudales y otras maravillas

Remontando el río llegamos a las cabañas del Parque y nos dirigimos a su tesoro, el espectacular raudal de Maipures, el más poderoso del río. Enormes piedras, chorros y remolinos forman un infernal maremagnum de aterradora belleza que impide la navegación a lo largo de seis kilómetros; en medio del torbellino se levanta, resistiendo la fuerza del agua, el Balancín, una piedra de elegante estructura que se roba todas las miradas y las fotografías. El sabio Humboldt, que pasó por aquí en 1802, llamó a este lugar la octava maravilla del mundo.


Trepamos a la isla Guahibos. Los 100 metros de escalada tienen tramos prácticamente verticales pero la adherencia de la roca es total. Arriba encontramos la vegetación típica de los tepuyes y muchas orquídeas y desde allí dominamos todo el raudal de Maipures y la unión del Tuparro con el Orinoco. Remontando el río Tuparro llegamos hasta una comunidad de indígenas sikuanis que nos llevaron a Caño Lapa, lugar sagrado para las comunidades del Llano. El río avanza entre rocas por varios corredores estrechos formando un entramado de pasadizos verdes.


Esta águila pescadora hace parte del inventario de aves de la región. Andrés Hurtado García

Nos faltaba remontar el río Tomo, de bellos playones de arena amarilla. Entramos por la boca de Caño Peinilla, tan tranquilo que parece un lago. Abandonando el cauce trepamos el cerro y gozamos de la contemplación de la inmensidad de las sabanas y de los bosquecitos redondos, llamados matas de monte. Todos los días buscábamos un mirador para gozar de los sangrientos atardeceres, con una bola brillante que se negaba a rendirse ante la noche inminente: paletadas amarillas, naranjas, rojas y negras siniestras.

Mirando extasiado la lucha entre el atardecer y la incipiente noche recordaba las palabras de Henry David Thorea, mi pensador preferido: “Creció mi vida en esas horas como crece el maíz por la noche”. Y muy temprano al día siguiente ya estábamos de pie para atisbar las primeras luces y ver cómo el sol rodando por las llanuras conecta los circuitos de la vida.

En medio de todo y en medio de nada –de todo porque en los bosques vecinos rugían los tigres y de nada por la infinita soledad– visitamos dos fundos: Rancho Barú y Rancho Wisi. El primero se levanta a orillas de un imponente y mágico raudal de Caño Mesetas, tesoro que hay que conservar intacto a como dé lugar, y al segundo lo rodean bosques de piedras de fantásticas figuras y una mina de cuarzo que se extiende por el suelo dejando al aire libre millones de cristales blancos y transparentes.


 Petroglifos grabados en rocas. Andrés Hurtado García

Momento vibrante de la excursión fue la trepada al cerro El Zamuro. Los morichales, sus largas hileras de palmeras que se mecen al soplo del viento y las figuras rectilíneas y curvas que forman sobre la sabana haciendo dibujos de embrujadora plasticidad, fueron la cumbre de la belleza natural en esta aventura, mirados ellos desde la cumbre del tepuy. Nos faltaba la navegación total del Raudal Atures del Orinoco. Esquivando los peligros, las rocas, los chorreones, los remolinos traicioneros, bajándonos a veces de la lancha para facilitar el avance en los lugares más peligrosos, lo recorrimos en su totalidad.

Es un intrincado laberinto de piedras de todas las formas y tamaños. Así llegamos exultantes a Casuarito, cerca de Puerto Carreño. ¿Cómo resumir las largas caminatas bajo un sol despiadado y las alegrías vividas? Me remito a Carranza en su poema ‘El sol de los venados’: “Ah, tristemente os aseguro, tanta belleza fue verdad”.


Los petroglifos y las sabanas del Vichada vistos desde el Cerro El Zamuro. Andrés Hurtado García

¿Cómo llegar?

A Puerto Carreño se llega por vía aérea o por larga navegación en el río Meta o por largo viaje en carretera. Satena viaja a Puerto Carreño varias veces por semana.


Tenga en cuenta

La mejor época para visitar esta región son los meses de verano: diciembre, enero y febrero. Cielos azules, mucho calor. Se necesita buen aguante para gozar la aventura en su plenitud.


La ropa es para verano, con todos los cuidados respecto al sol. En los supermercados se consigue todo lo necesario para la aventura: alimentos no perecederos, linternas, capas para la lluvia y demás elementos.

Relato por: Andrés Hurtado García / El Tiempo


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