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lunes, 1 de agosto de 2016

La vida a bordo: una semana en el crucero Monarch

El arrullo del océano Atlántico y el sol del verano europeo invitan a viajar en un crucero. Lujo, relajación y calidez en el servicio caracterizan esta experiencia.              

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Con su impotencia y su elegancia, los cruceros le aseguran a quien pone los ojos sobre ellos que son máquinas construidas para vencer a la naturaleza. Y eso que apenas se trata de la primera impresión.

Una escalera separaba a la Alfama, en Lisboa, del cuarto piso del Monarch y su puerta de entrada. Al atravesarla, más que entrar a un medio de transporte, la sensación fue la de poner el pie en otra ciudad, enorme y flotante, habitada por personas provenientes de más de quince países en, por lo menos, tres continentes. Aunque suena extraño, la impresión se repite cada vez que se vuelve a entrar. Ese barco tiene el poder de conservar su encanto.

La vida en una mole como esta, capaz de transportar a 2.384 pasajeros y 858 tripulantes, supera cualquier expectativa, y de ello es prueba el atrio central. Con buena iluminación, ascensores panorámicos y detalles dorados, el corazón del barco tiene un aire de lujo y confort muy acorde con las áreas a las que da acceso.


Desde allí, es muy poca la distancia que separa las cubiertas tres a siete, para ir de la habitación a las diferentes áreas sociales. Entre las más destacadas se encuentra el salón Rende Vouz, el lugar perfecto para ir a clase de baile, hacer karaoke o sencillamente tomarse un trago al ritmo de la banda en vivo una vez acaban las actividades diferentes a la piscina, el muro de escalada, el gimnasio o el spa.

Como este, hay cuatro bares más distribuidos por el barco: Cyan Disco, para los que buscan algo más movido; el Sportsbar, que expone todo tipo de indumentaria deportiva firmada por Messi, Falcao, Pelé y hasta Muhamad Ali; Fragata, donde el ambiente, decorado con cuerdas, velas, mástiles y nudos marineros de antaño está dispuesto para escuchar jazz en vivo y charlar; o 360° Observation Lounge, el punto más alto del Monarch, que en vez de paredes está cubierto de ventanas. Visto desde allí, el Atlántico parece infinito.

Pero no solo de bares vive el hombre. Cuando se está en alta mar, rodeado de agua y cielo, una de las primeras cosas que hay que ver es la calidad de la comida y en esa materia ni el Auster, ni el Boreas, ni el Buffet Panorama y mucho menos The Waves, decepcionan. En los dos primeros se sirve actualmente el menú mediterráneo de Paco Roncero.

En los otros dos son menús sencillos, pero más variados e igualmente deliciosa. Además, de The Waves hay que destacar su servicio de lujo y el hecho de que tiene una de las mejores vistas exteriores del barco, perfecta para descansar con el arrullo de la marea.

Ahora bien, a simple vista pareciera que todo es descanso y tranquilidad, y si bien es el objetivo, los problemas como el mareo son normales. Afortunadamente el servicio del barco está diseñado para satisfacer al cliente hispanoamericano, así que incluso los camareros vietnamitas, los cocineros italianos, el jefe de cruceros maltés y hasta el capitán polaco están capacitados para hablar español, portugués e inglés, así que aparte de un trato familiar, no hay excusa para buscar consejos contra la enfermedad como manzana verde, pan y mucho descanso.

Este fue un viaje de primeras veces. Por mi parte nunca había estado en un crucero, mientras que el Monarch no había tocado aguas europeas desde que fue puesto bajo la tutela de Pullmantur y remodelado en 2013. Aunque nos pudimos encontrar en Cartagena, donde está basado normalmente, tuve que volar diez horas y el barco navegar trece días para que esto fuera posible.

A Europa no llegó para recorrer Portugal, España, Inglaterra u Holanda, sino para hacerse cargo de las rutas por las capitales bálticas y los fiordos del norte. Estas son, según la naviera española, las más solicitadas por los viajeros, así que tiene lógica que el barco más grande de la marca las recorra. Los otros encantos del viejo continente quedan para el camino de regreso al Caribe a finales de septiembre, antes de que llegue el invierno.

Desde mirar por la ventana del camarote, hasta tomar el sol en la cubierta once, la tranquilidad que se siente al surcar las aguas en un crucero no tiene comparación. Más que una experiencia de una vez en la vida, es una que hay que repetir. Es otra forma de recorrer el mundo.

Por: Esteban Dávila / El Espectador


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