A lo lejos, Cayo Cangrejo parece una alucinación: una montaña verde en medio del mar. La lancha rompe las olas al mando de Franck Howard, un isleño que se gana la vida como pescador y guía turístico, quien señala con orgullo el lugar más hermoso y privilegiado de su natal Providencia. Cayo Cangrejo –cuenta Franck– es un pequeño islote, de apenas dos hectáreas de superficie, dentro del Parque Nacional Natural Old Providence Mc Bean Lagoon.
Diez minutos después de partir desde el muelle
de Santa Catalina –pegado del casco urbano de Providencia–, llegamos a
nuestro destino. Y lo que tenemos al frente es una maravilla de la
naturaleza: un islote en forma de montaña, un bosque seco sembrado con
palmeras altísimas y árboles de mango por donde merodean cangrejos,
tortugas y lagartijas. Sin duda, uno de los lugares más bellos e
inexplorados de Colombia.
Si Cayo Cangrejo cautiva, el mar que lo rodea quita el aliento: es azul claro, como una piscina, tan cristalino que se ven los pececitos y las estrellas de mar, y la arena parece escarcha. A unos cien metros, el agua cambia de tonalidad: pasa a ser azul oscuro y más adelante verde esmeralda. Es el famoso mar de los siete colores del archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina.
Cayo Cangrejo. Juan Manuel Vargas |
Descendemos y Franck nos invita a hacer una
corta caminata hasta la cima del cayo, ubicada a 30 metros de altura,
donde nos recibe una panorámica de 360 grados. Y allí, sentados sobre
una piedra, pasamos varios minutos contemplando este prodigio de la
creación.
Somos los únicos presentes. Nunca hay muchos
turistas, pues las visitas son estrictamente controladas, para evitar el
deterioro del lugar. No hay servicios turísticos y nadie puede vivir
–ni siquiera pasar una noche– en el islote. Aquí empezamos a comprender
por qué en Providencia todos sus pobladores aman y respetan su
territorio, y que por esa razón no se encuentra un solo papel en el
piso.
“Queremos visitantes responsables y
respetuosos de la naturaleza”, dice Franck. Y nosotros nos sentimos
privilegiados por poder disfrutar de este paraíso, donde los nativos, de
la mano de entidades como Acdi Voca, han encontrado en el turismo la
mejor herramienta para mejorar sus condiciones de vida.
Nos despedimos de Cayo Cangrejo, pero antes
disfrutamos de un chapuzón en ese mar precioso y muy fresco. A tres
minutos, navegando, queda el cayo Los Tres Hermanos (son tres islotes
pegados) donde no es posible tocar tierra, pues son el hogar de una
colonia de fragatas, impecablemente blancas, que empiezan a volar sobre
nosotros.
Franck invita a explorar el mar en una
práctica de esnórquel y anuncia un privilegio más: Providencia tiene la
tercera barrera coralina más larga del mundo –33 kilómetros–, después de
las de Australia y Belice. Y ostenta otro título mundial: es reserva de
la biosfera.
Durante media hora, careteando, descubrimos
todo un colorido universo marino: peces de todos los tamaños y tonos que
se mueven entre los corales y el arrecife, que parece un palacio de
cristal. Franck desciende de manera asombrosa hasta las profundidades,
durante más de un minuto. Parece una criatura marina más. Lo que hizo
fue apnea, o buceo libre, una práctica muy exigente que dominan casi
todos los varones de Providencia.
Descubriendo la isla
Los tesoros de Providencia no solo están bajo
el mar. Recorrer la isla, de 17 kilómetros cuadrados, es una experiencia
entretenida e inspiradora. Pero antes de viajar es importante saber que
allí no hay resorts cinco estrellas, ni centros comerciales ni
discotecas. Es un destino tranquilo, ideal para viajeros que buscan
descanso en un lugar que –por fortuna– no ha sido invadido por el
turismo masivo. Es un paraíso para aquellos que han comprendido que el
verdadero lujo está en los destinos vírgenes, auténticos, silenciosos y
sencillos como este.
Hay muchas formas para desplazarse en la isla.
Los más deportistas podrán alquilar bicicletas. Pero para estar más
cómodos es mejor rentar motos o carritos de golf, que aquí conocen como
mulas. El alquiler es muy económico e informal: el día en moto cuesta
60.000 pesos y el de carritos, desde 120.000. Y el hospedaje es en
pequeños hoteles o en cabañas de madera, valga decir, muy bien dotadas
–con aire acondicionado, buenas camas y televisión–.
Karen Livingston es la directora de
Pesproislas, una asociación de pescadores y guías turísticos de
Providencia. Y es nuestra guía. Vamos en moto: ella en la suya y
nosotros en la que alquilamos. Pero antes nos invita no solo a conocer
los atractivos naturales y turísticos, sino también a aprender sobre las
tradiciones y el patrimonio cultural.
Cuenta, por ejemplo, que la lengua de los
isleños es el creole: una adaptación del inglés que aprendían los
esclavos para poder comunicarse sin ser descubiertos. Por eso, dice, el
español que hablan es medio enredado. Los niños, en las escuelas,
aprenden ambas lenguas.
Este monumento evoca a los nativos que, con una caracola, anunciaban la llegada de un nuevo barco. |
Cuenta también que no fueron colonizados por
españoles sino por ingleses, y que a ellos se les debe, entre otras
cosas, la arquitectura que se conserva con esmero: casas de madera
pintadas de blanco y azul.
La primera parada es en el mirador de South
West Bay, desde donde se aprecia una de las playas más bellas de la
isla. Allí, todos los sábados al mediodía, los nativos hacen carreras de
caballos; un espectáculo para propios y visitantes.
Bajamos a la playa, de arena morena y suave, que acaricia los pies. Los pocos turistas presentes descansan en las hamacas colgadas en los árboles, toman el sol o disfrutan del mar. El único ruido es el de las olas que revientan suavemente.
Allí también queda El Divino Niño, restaurante
de pescadores que se convirtió en el favorito de los turistas. El plato
más pedido es el mixto: trae media langosta, cangrejo negro adobado,
dos pescados fritos, arroz con coco y patacones. Alcanza hasta para tres
personas y es toda una delicia. Y solo cuesta 50.000 pesos.
Luego visitamos Manzanillo, considerada como
una de las más bellas de Colombia. Mide 300 metros de longitud y se
llama así por el fruto de un árbol que abunda en la zona, similar a la
manzana verde, que no es apto para el consumo. Puede ser tóxico. La
playa es adornada por un tapete de hojas amarillas que caen de los
árboles y allí queda el bar de Roland, un raizal amable que todos los
viernes, en la noche, ofrece una fiesta con músicos en vivo que
interpretan ritmos autóctonos como reggae y calipso. Vale decir que
estos ritmos son otro de los patrimonios de la isla. Los rastafaris, con
sus melenas enredadas en trenzas de pelo añejo, les enseñan a bailar a
los turistas.
La próxima parada es en Almond Bay, una playa
pequeña rodeada de almendros, y la más solitaria de todas. Pasamos por
el parque Lazi Hill, adornado con obras de arte gigantes, muy al estilo
Gaudí, que le rinden tributo a dos de las especies más emblemáticas: la
iguana rhinosopha y el cangrejo negro.
Karen cuenta que del primero de abril al 31 de
junio se produce la migración del cangrejo negro.
Toda la isla es un
río de estos animales, tanto así que en esta época hay una especie de
semáforo para poder transitar por la carretera –para evitar que los
pisen– y se prohíbe la caza. Al lado del parque queda la Iglesia
católica, y más adelante el templo del credo bautista y el convento de
las monjas capuchinas, hoy convertido en un colegio.
Santa Catalina
Avanzamos hasta el extremo norte de la isla,
donde queda el puente de los Enamorados, que comunica a Providencia con
Santa Catalina. Es de madera flotante pintado de colores y desde allí
los niños llaman la atención de los turistas lanzándose al mar; es el
lugar ideal para contemplar la puesta del sol, que pinta el cielo de
naranja, rojo y violeta. El camino conduce hacia el fuerte Warwick, un
cerro desde donde el pirata Henry Morgan se defendía –con cañones que
aún se conservan– de los barcos invasores que buscaban sus tesoros.
Desde allí se divisa la Cabeza de Morgan, una piedra gigante que parece
esculpida con la cara de un hombre. Se puede llegar en kayak.
Hay mucho más por hacer: salir de pesca con
los nativos a cazar pez león –aquí cazan esta especie invasora y la
convierten en un manjar que sirven en los restaurantes–, dar una vuelta
en caballo y subir The Peak, el punto más alto de la isla en una
caminata de dos horas que termina a 360 metros de altura. Y hay que
bucear. Nosotros lo hicimos y fue como viajar a otro planeta, a uno
lleno de criaturas fantásticas.
Myrian Virgili es una bailarina argentina.
Esta es su segunda vez en Providencia. “Este es un lugar especial en el
planeta, de lo más lindo que he visto. Tiene mucha magia y te produce
una sensación constante de felicidad”.
Sí, felicidad. También
tranquilidad e inspiración. Eso es lo que se percibe desde que se
aterriza en el aeropuerto de Providencia, que se llama, particularmente,
El Embrujo. En Providencia es muy fácil ser feliz.
Turismo y desarrollo
En Providencia el turismo comunitario,
impulsado por organizaciones como Acdi Voca y Usaid, se está
convirtiendo en una herramienta de progreso para los raizales.
Capacitaron pescadores como conductores turísticos y los guías se han
organizado en cooperativas que prestan servicios como buceo y
senderismo. Los turistas también pueden visitar las casas de los nativos
y conocer las huertas orgánicas con las que se busca que garanticen su
seguridad alimentaria.
Si usted va…
Transporte. A Providencia se llega desde San
Andrés. Hay dos opciones, ambas muy económicas, gracias a un subsidio
del Gobierno para fomentar el turismo.
En la aerolínea Satena, el vuelo dura 25 minutos. Cada trayecto cuesta $152.000.
En catamarán, en un recorrido que dura tres horas, cada trayecto cuesta $ 81.000.
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