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martes, 24 de noviembre de 2015

Descanso, naturaleza, cultura y aventura en Santa Marta

Estos son planes y destinos que no se pueden perder si visitan la renovada capital del Magdalena.



La solitaria, bella y tranquila playa de Boca del Saco.


¿Qué hacer en Santa Marta?


Avistar las más exuberantes aves en una isla de manglar como el Parque Isla de Salamanca y practicar deportes de aventura en una montaña de bosque seco como Mamancana. Seguir la senda de algunos restos arqueológicos taironas alrededor de una casa museo como Taironaka, al pie del río don Diego, y dejar que el sol llegue hasta donde la mirada de los vendedores de gafas no alcanza en una playa virgen como Boca del Saco.

Aves

O tal vez redescubrir el centro de la ciudad, tan renovado y tranquilo por estos días. Esas son algunas -entre muchas alternativas más- que ofrece la capital del Magdalena, esta región privilegiada de la naturaleza con vista al mar, al río y a esa sierra –la Sierra Nevada de Santa Marta- la más alta frente al mar del mundo, custodiada por cuatro los grupos indígenas –nuestros hermanos mayores-, que la habitan.

Si piensa viajar a esta ciudad del caribe colombiano y quiere planes distintos a un día de sol en las concurridas playas del Rodadero, tenga en cuenta este nuevo inventario turístico.


Un santuario de aves

Aeropuerto de águilas, colibríes, gaviotas, garzas y otras 190 especies de aves endémicas y visitantes; refugio de 33 especies de mamíferos y 27 de reptiles, y barrera natural que protege la región contra inundaciones y huracanes. Eso y más es el parque Salamanca, ubicado en la vía a Santa Marta –a 80 kilómetros de la ciudad y a 11 de Barranquilla–, con 56.200 hectáreas protegidas, alrededor de un complejo de más de 100 ciénagas y lagunas.

De septiembre a marzo, un desfile de aves migratorias, que huyen del frío desde Canadá, entra a Suramérica por este enorme banco de comida. En invierno, bajo la luna llena, una marcha de cangrejos sale de sus madrigueras a poner sus huevos al mar, un espectáculo nocturno que podría observar.

De excursión por los manglares es posible ver en el día algún mapache o un oso perezoso. Con suerte aparecerán las nutrias huidizas jugueteando mientras nadan. Y por la noche, los ojos de los caimanes aguja sobresalen brillantes en la superficie del agua.

Con el radar del aviturismo mundial sobre este lugar, los más asiduos visitantes son hoy los norteamericanos, seguidos de británicos, los franceses y los japoneses. “El fotógrafo inglés Andy Swash dejó por escrito cuánto había valido la pena para él venir a Colombia, por haber capturado en este parque la imagen de una de las especies más pequeñas de colibrí, casi del tamaño de dos falanges de un dedo”, cuenta Cecilia Rodríguez, exministra de Medio Ambiente y encargada del lugar.

Sin embargo, este no es solo un paraíso de ornitólogos, biólogos, avistadores de aves y fotógrafos de naturaleza. “Se espera que las familias que lleguen de paseo a la Costa puedan apreciar la inmensa riqueza de este exótico bosque de manglar”, añadió la exministra y destacó que el parque está incluido en la lista de sitios Ramsar, una selección para la conservación de humedales de importancia internacional y reserva del hombre y la biosfera. 

parque

Comienza la aventura

Entre algunas especies en vía de extinción y vegetación salvaje recuperada -como árboles de ébanos, caracolíes y bongas- sobresalen muros de escalar, puentes colgantes, plataformas, cuerdas y poleas para caminar por senderos aéreos y descolgarse. Todo esto en Mamancana, un bosque frente al mar de 300 hectáreas dispuesto para los amantes de la naturaleza y la aventura.

Lo particular de este sitio, además de poder correr en bici, saltar por las copas de los árboles o volar en parapente, es tener la posibilidad de encontrarse con algún venado, puma, tigrillo, iguana, lagartija o loro, entre cientos de especies más de mamíferos, reptiles y aves.

Gerardo Muriel, director de la fundación Amor de mi Tierra, administradora de esta reserva privada, cuenta que en el esfuerzo por ser amigable con el medio ambiente se utilizan sistemas de generación de energía solar y eólica, y recolección de aguas lluvias.

Con arnés, mosquetón, casco y guantes puestos se sale hacia la montaña. Después de 15 minutos de caminata, se atraviesa una quebrada seca y un barranco hasta un puente de metal de 65 metros de longitud y 20 de altura, desde donde se hace el primer deslizamiento por una línea de 80 metros hasta una plataforma en un árbol; luego se pasa a un puente de equilibrio y de nuevo al primer puente, desde donde se desliza por otra línea de 150 metros de barranco a barranco.

En el último punto, quienes quieran, pueden parar. Los más confiados se descuelgan por una última línea de 400 metros hasta la parte de arriba del muro de escalar de 15 metros de altura y descender por este en rápel, en una aventura de hora y media aproximadamente.

Con una estética inspirada en la arquitectura tairona, ofrece además piscina, spa y espacios para eventos.

Una playa tranquila

Tayrona es uno de esos sitios, que aunque muy visitados, guarda muchos rincones por explorar en ese camino que zigzaguea entre bosque, manglar y playas. Además de bellas bahías y ensenadas como Chengue, Gayraca, Cinto, Neguanje, Concha y Cabo San Juan, está Boca del Saco.

Allí hay todo porque hay nada; nada de ruido, todo de paz. Este es el lugar ideal para quienes aprecian la relación pura con la naturaleza y directa con el sol, dejando fuera ropa, marcas de vestido de baño y pudores. Aunque no es propiamente una playa nudista, se podría decir que es una playa muy libre a donde va gente de mente muy abierta.

En las 15 mil hectáreas de extensión que tiene el Parque Tayrona no debe ser difícil encontrar alguno que otro lugar solitario; pero este, además de encantador, es un espacio desconectado y al mismo tiempo cercano a playas más conocidas y concurridas, para aquellos que tal vez quieran escapar de tanta tranquilidad.

Playa 2

En las 15.000 hectáreas de extensión que tiene el parque Tayrona no debe ser difícil encontrar alguno que otro lugar solitario; pero este, además de encantador, es un espacio desconectado y al mismo tiempo cercano a playas más conocidas y concurridas, para aquellos que tal vez quieran escapar de tanta tranquilidad.

Por la senda ancestral
A la orilla del río Don Diego se encuentra Taironaka, un lugar donde se mantiene una respetuosa cercanía con los koguis y los ancestros que habitaron la montaña durante cientos de años.

En los trabajos de excavación para construir y sembrar frutas y flores en este lugar, se encontraron pedazos de ollas, senderos y terrazas. Así que sus dueños, el fallecido capitán Francisco Ospina –navegante y fundador del Acuario y Museo del Mar de El Rodadero– y su esposa, Tatiana Torres, decidieron abrirlo al público en el año 2008.

De esa manera, empezaron a mostrar esos vestigios de orfebres, artesanos, navegantes y guerreros de los tayronas, que enterraban sus tesoros apenas se veían asaltados por los conquistadores.


Se llevaron el oro los españoles, pero quedaron claves de un pasado aún por descifrar: un pequeño museo que da cuenta de todo ello, una casa para sus residentes, cuatro cabañas para los turistas y un bohío donde se alojan koguis, amigos de la casa, cada vez que deben ir por un pagamento u otra actividad al Tayrona o Santa Marta. Y quedaron el paisaje y el agua cristalina del río que baja de los picos nevados de la sierra, donde se puede pescar, refrescarse o navegar en kayak o neumático.

Paseo por el centro

Aunque Santa Marta es mejor conocida por sus playas, así como Cartagena lo es más por su centro histórico, en el corazón urbano de la ciudad más antigua de Suramérica en tierra firme –y la última morada de Bolívar– también hay importantes remanentes de un pasado colonial.

Allí, en el centro de la ciudad, el plan es andar por entre esos tréboles tan samarios y por las casonas de colores, amplios patios y largos ventanales, ubicados alrededor de calles peatonales como la 19 y el callejón del Correo, que conectan entre sí a los parques Santander (Placita Vieja o parque de los Novios) con el parque San Miguel y de Bolívar.

La exploración puede continuar por sitios de interés arquitectónico como las fachadas de las casas de Madame Agustine, donde hoy funciona Planeación Distrital; o la del general José María Campo Serrano, donde está la oficina de Parques Nacionales. Y cuando el sol arrecie, qué mejor que entrar a las salas de los museos de Arte Contemporáneo y Etnográfico, en el colonial Claustro San Juan Nepomuceno.
El camino conduce al Museo del Oro, a la Casa de la Aduana y al Archivo Histórico en el antiguo Hospital San Juan de Dios.

Al margen de ser o no católico, visitar la blanca Catedral Basílica de Santa Marta es conocer la primera iglesia de Suramérica, en pie tras un terremoto y más de 20 ataques de piratas franceses, ingleses y holandeses a Santa Marta, desde su primera construcción en 1531.


Una experiencia histórica y religiosa en un lugar emblemático, además, por haber guardado los restos de Bolívar hasta 1842, cuando el Gobierno venezolano los reclamó. El templo conserva detalles del estilo renacentista, una torre campanil terminada en gajo de cebolla y antiguas figuras de santos talladas en madera.

Muy cerca de allí, basta cruzar el parque de Bolívar para encontrarse con el Camellón de Bastidas, por donde no sienta mal ver caer el sol al mar, dar una vuelta por la sofisticada Marina Internacional y pasar por alguno de los restaurantes, cafés y bares.


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