Estos son planes y destinos que no se pueden perder si visitan la renovada capital del Magdalena.
¿Qué hacer en Santa Marta?
Avistar las más exuberantes aves en una isla
de manglar como el Parque Isla de Salamanca y practicar deportes de
aventura en una montaña de bosque seco como Mamancana. Seguir la senda
de algunos restos arqueológicos taironas alrededor de una casa museo
como Taironaka, al pie del río don Diego, y dejar que el sol llegue
hasta donde la mirada de los vendedores de gafas no alcanza en una playa
virgen como Boca del Saco.
O tal vez redescubrir el centro de la ciudad, tan renovado y tranquilo por estos días.
Esas son algunas -entre muchas alternativas más- que ofrece la capital
del Magdalena, esta región privilegiada de la naturaleza con vista al
mar, al río y a esa sierra –la Sierra Nevada de Santa Marta- la más alta
frente al mar del mundo, custodiada por cuatro los grupos indígenas
–nuestros hermanos mayores-, que la habitan.
Si piensa viajar a esta ciudad del caribe
colombiano y quiere planes distintos a un día de sol en las concurridas
playas del Rodadero, tenga en cuenta este nuevo inventario turístico.
Un santuario de aves
Aeropuerto de águilas, colibríes, gaviotas,
garzas y otras 190 especies de aves endémicas y visitantes; refugio de
33 especies de mamíferos y 27 de reptiles, y barrera natural que protege
la región contra inundaciones y huracanes. Eso y más es el parque
Salamanca, ubicado en la vía a Santa Marta –a 80 kilómetros de la ciudad
y a 11 de Barranquilla–, con 56.200 hectáreas protegidas, alrededor de
un complejo de más de 100 ciénagas y lagunas.
De septiembre a marzo, un desfile de aves
migratorias, que huyen del frío desde Canadá, entra a Suramérica por
este enorme banco de comida. En invierno, bajo la luna llena,
una marcha de cangrejos sale de sus madrigueras a poner sus huevos al
mar, un espectáculo nocturno que podría observar.
De excursión por los manglares es posible ver
en el día algún mapache o un oso perezoso. Con suerte aparecerán las
nutrias huidizas jugueteando mientras nadan. Y por la noche, los ojos de
los caimanes aguja sobresalen brillantes en la superficie del agua.
Con el radar del aviturismo mundial sobre este
lugar, los más asiduos visitantes son hoy los norteamericanos, seguidos
de británicos, los franceses y los japoneses. “El fotógrafo inglés Andy
Swash dejó por escrito cuánto había valido la pena para él venir a
Colombia, por haber capturado en este parque la imagen de una de las
especies más pequeñas de colibrí, casi del tamaño de dos falanges de un
dedo”, cuenta Cecilia Rodríguez, exministra de Medio Ambiente y
encargada del lugar.
Sin embargo, este no es solo un paraíso de ornitólogos, biólogos, avistadores de aves y fotógrafos de naturaleza. “Se
espera que las familias que lleguen de paseo a la Costa puedan apreciar
la inmensa riqueza de este exótico bosque de manglar”, añadió
la exministra y destacó que el parque está incluido en la lista de
sitios Ramsar, una selección para la conservación de humedales de
importancia internacional y reserva del hombre y la biosfera.
Comienza la aventura
Entre algunas especies en vía de extinción y
vegetación salvaje recuperada -como árboles de ébanos, caracolíes y
bongas- sobresalen muros de escalar, puentes colgantes, plataformas,
cuerdas y poleas para caminar por senderos aéreos y descolgarse. Todo
esto en Mamancana, un bosque frente al mar de 300 hectáreas dispuesto
para los amantes de la naturaleza y la aventura.
Lo particular de este sitio, además de
poder correr en bici, saltar por las copas de los árboles o volar en
parapente, es tener la posibilidad de encontrarse con algún venado,
puma, tigrillo, iguana, lagartija o loro, entre cientos de especies más
de mamíferos, reptiles y aves.
Gerardo Muriel, director de la fundación Amor
de mi Tierra, administradora de esta reserva privada, cuenta que en el
esfuerzo por ser amigable con el medio ambiente se utilizan sistemas de
generación de energía solar y eólica, y recolección de aguas lluvias.
Con arnés, mosquetón, casco y guantes puestos
se sale hacia la montaña. Después de 15 minutos de caminata, se
atraviesa una quebrada seca y un barranco hasta un puente de metal de 65
metros de longitud y 20 de altura, desde donde se hace el primer
deslizamiento por una línea de 80 metros hasta una plataforma en un
árbol; luego se pasa a un puente de equilibrio y de nuevo al primer
puente, desde donde se desliza por otra línea de 150 metros de barranco a
barranco.
En el último punto, quienes quieran, pueden parar. Los
más confiados se descuelgan por una última línea de 400 metros hasta la
parte de arriba del muro de escalar de 15 metros de altura y descender
por este en rápel, en una aventura de hora y media aproximadamente.
Con una estética inspirada en la arquitectura tairona, ofrece además piscina, spa y espacios para eventos.
Una playa tranquila
Tayrona es uno de esos sitios, que aunque muy
visitados, guarda muchos rincones por explorar en ese camino que
zigzaguea entre bosque, manglar y playas. Además de bellas bahías y
ensenadas como Chengue, Gayraca, Cinto, Neguanje, Concha y Cabo San
Juan, está Boca del Saco.
Allí hay todo porque hay nada; nada de ruido,
todo de paz. Este es el lugar ideal para quienes aprecian la relación
pura con la naturaleza y directa con el sol, dejando fuera ropa, marcas
de vestido de baño y pudores. Aunque no es propiamente una playa
nudista, se podría decir que es una playa muy libre a donde va gente de
mente muy abierta.
En las 15 mil hectáreas de extensión que tiene
el Parque Tayrona no debe ser difícil encontrar alguno que otro lugar
solitario; pero este, además de encantador, es un espacio desconectado y
al mismo tiempo cercano a playas más conocidas y concurridas, para
aquellos que tal vez quieran escapar de tanta tranquilidad.
En las 15.000 hectáreas de extensión que tiene el parque Tayrona no
debe ser difícil encontrar alguno que otro lugar solitario; pero este,
además de encantador, es un espacio desconectado y al mismo tiempo
cercano a playas más conocidas y concurridas, para aquellos que tal vez
quieran escapar de tanta tranquilidad.
Por la senda ancestral
A la orilla del río Don Diego se encuentra
Taironaka, un lugar donde se mantiene una respetuosa cercanía con los
koguis y los ancestros que habitaron la montaña durante cientos de años.
En los trabajos de excavación para construir y
sembrar frutas y flores en este lugar, se encontraron pedazos de ollas,
senderos y terrazas. Así que sus dueños, el fallecido capitán Francisco
Ospina –navegante y fundador del Acuario y Museo del Mar de El
Rodadero– y su esposa, Tatiana Torres, decidieron abrirlo al público en
el año 2008.
De esa manera, empezaron a mostrar esos vestigios de orfebres, artesanos, navegantes y guerreros de los tayronas, que enterraban sus tesoros apenas se veían asaltados por los conquistadores.
Se llevaron el oro los españoles, pero quedaron claves de un pasado aún
por descifrar: un pequeño museo que da cuenta de todo ello, una casa
para sus residentes, cuatro cabañas para los turistas y un bohío donde
se alojan koguis, amigos de la casa, cada vez que deben ir por un
pagamento u otra actividad al Tayrona o Santa Marta. Y quedaron el
paisaje y el agua cristalina del río que baja de los picos nevados de la
sierra, donde se puede pescar, refrescarse o navegar en kayak o
neumático.
Paseo por el centro
Aunque Santa Marta es mejor conocida
por sus playas, así como Cartagena lo es más por su centro histórico, en
el corazón urbano de la ciudad más antigua de Suramérica en tierra
firme –y la última morada de Bolívar– también hay importantes remanentes
de un pasado colonial.
Allí, en el centro de la ciudad, el plan es
andar por entre esos tréboles tan samarios y por las casonas de colores,
amplios patios y largos ventanales, ubicados alrededor de calles
peatonales como la 19 y el callejón del Correo, que conectan entre sí a
los parques Santander (Placita Vieja o parque de los Novios) con el
parque San Miguel y de Bolívar.
La exploración puede continuar por sitios de
interés arquitectónico como las fachadas de las casas de Madame
Agustine, donde hoy funciona Planeación Distrital; o la del general José
María Campo Serrano, donde está la oficina de Parques Nacionales. Y
cuando el sol arrecie, qué mejor que entrar a las salas de los museos de
Arte Contemporáneo y Etnográfico, en el colonial Claustro San Juan
Nepomuceno.
El camino conduce al Museo del Oro, a la Casa de la Aduana y al Archivo Histórico en el antiguo Hospital San Juan de Dios.
Al margen de ser o no católico, visitar la
blanca Catedral Basílica de Santa Marta es conocer la primera iglesia de
Suramérica, en pie tras un terremoto y más de 20 ataques de piratas
franceses, ingleses y holandeses a Santa Marta, desde su primera
construcción en 1531.
Una experiencia histórica y religiosa en un
lugar emblemático, además, por haber guardado los restos de Bolívar
hasta 1842, cuando el Gobierno venezolano los reclamó. El templo
conserva detalles del estilo renacentista, una torre campanil terminada
en gajo de cebolla y antiguas figuras de santos talladas en madera.
Muy cerca de allí, basta cruzar el parque de
Bolívar para encontrarse con el Camellón de Bastidas, por donde no
sienta mal ver caer el sol al mar, dar una vuelta por la sofisticada
Marina Internacional y pasar por alguno de los restaurantes, cafés y
bares.
El Tiempo
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