Antigua es una ciudad llena de obispos y santos mutilados. Semuc Champey es un río que corre cristalino, verde y poderoso sobre otro río. Literalmente: un río encima de otro río. Tikal es un santuario maya que brota de la selva, con pirámides y templos forrados por la manigua. En San Cristóbal El Bajo, las mujeres lavan la ropa en la plaza central del pueblo.
Estampas así y muchas más se pueden ver y vivir en Guatemala, país centroamericano recomendado por las más importantes guías y publicaciones de viajes del mundo como uno de los destinos del momento.
¿Por qué? Porque guarda joyas naturales vírgenes y de paisajes espectaculares y únicos, y por su cultura y patrimonio ancestral, principalmente maya o de origen maya. Un dato: la población indígena se estima en más de 6 millones, que equivalen al 60 por ciento de la población total del país.
También por sus tradiciones milenarias y su cultura, por su cocina exquisita y por su gente amable, generosa y servicial. Y porque es un destino emergente, por lo tanto no está lleno de turistas, así que los lugares se dejan disfrutar a sus anchas, sin multitudes que se atraviesen en las fotos. Y por un clima fresco que permite disfrutar el país durante cualquier época del año.
¿Por qué? Porque guarda joyas naturales vírgenes y de paisajes espectaculares y únicos, y por su cultura y patrimonio ancestral, principalmente maya o de origen maya. Un dato: la población indígena se estima en más de 6 millones, que equivalen al 60 por ciento de la población total del país.
También por sus tradiciones milenarias y su cultura, por su cocina exquisita y por su gente amable, generosa y servicial. Y porque es un destino emergente, por lo tanto no está lleno de turistas, así que los lugares se dejan disfrutar a sus anchas, sin multitudes que se atraviesen en las fotos. Y por un clima fresco que permite disfrutar el país durante cualquier época del año.
No en vano, Guatemala es conocido también como ‘el país de la eterna primavera’. Un título merecido no solo por las condiciones geográficas y climáticas, sino porque obedece a la traducción de la palabra Quauhtlemallan, que significa ‘lugar de muchos árboles’ en el idioma náhualth, de origen azteca y extendido en toda Centroamérica.
Entre tanto encanto, los hoteles de lujo –bien sea un convento restaurado o cabañas en medio de la selva– no se pueden quedar por fuera. Son cerca de dos millones de visitantes internacionales los que recibe cada año el país, según el Instituto Guatemalteco de Turismo (Inguat), una cifra mínima comparada con su vecino México, a donde llegan 30 millones.
Entre tanto encanto, los hoteles de lujo –bien sea un convento restaurado o cabañas en medio de la selva– no se pueden quedar por fuera. Son cerca de dos millones de visitantes internacionales los que recibe cada año el país, según el Instituto Guatemalteco de Turismo (Inguat), una cifra mínima comparada con su vecino México, a donde llegan 30 millones.
Pero a Guatemala, más que la cantidad, le interesa la calidad: que sean viajeros respetuosos de los ecosistemas, que logren conectarse con la naturaleza y con las tradiciones, y que entiendan que como destino emergente todavía tiene mucho por mejorar. La infraestructura vial y la conectividad, por ejemplo. Esta será una ruta larga y de destinos distantes el uno del otro, y por tierra. Habrá que llenarse de paciencia, pero la recompensa sabrá ser generosa.
La gente del Inguat quiso mostrarnos a esa Guatemala menos explorada y más salvaje, más allá del circuito turístico convencional: Antigua, Lago Atitlán y Chichicastenango, a donde no iremos en esta ocasión. Nos despedimos amando a Guatemala, con la promesa –y la certeza– que volveremos.
Antigua y la nostalgia de sus ruinasLa gente del Inguat quiso mostrarnos a esa Guatemala menos explorada y más salvaje, más allá del circuito turístico convencional: Antigua, Lago Atitlán y Chichicastenango, a donde no iremos en esta ocasión. Nos despedimos amando a Guatemala, con la promesa –y la certeza– que volveremos.
Ubicada a 45 kilómetros al oeste de Ciudad de Guatemala, la capital del país (menos de una hora de recorrido), Antigua brota gloriosa entre volcanes y montañas. Realmente se llama Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala. Pero ante semejante nombre tan largo decidieron llamarla así: Antigua. Fue la capital del país en la época de la Capitanía General de Guatemala (entre 1541 y 1776) y hoy es uno de los destinos más bellos y visitados.
Sus calles de piedra invitan a caminar sin rumbo fijo y a disfrutar su conservada arquitectura colonial, sus casonas añejas pintadas de amarillo, rojo, azul y verde; sus galerías de arte y cafés al estilo vintage y los mercados donde venden las artesanías locales –principalmente máscaras de madera con figuras de animales y alegorías mayas y joyas en jade– a muy buenos precios.
Sus calles de piedra invitan a caminar sin rumbo fijo y a disfrutar su conservada arquitectura colonial, sus casonas añejas pintadas de amarillo, rojo, azul y verde; sus galerías de arte y cafés al estilo vintage y los mercados donde venden las artesanías locales –principalmente máscaras de madera con figuras de animales y alegorías mayas y joyas en jade– a muy buenos precios.
La postal más famosa de Antigua es la del Arco de Santa Catalina –amarillo con bordes blancos, con un reloj francés en la torre que marca la hora en números romanos a ambos lados de la calle–, que sobrevivió al terremoto de 1773. Es vestigio del convento de Santa Catalina Virgen y Mártir, y enmarca perfecta y bellamente al volcán de Agua, que se dibuja al fondo entre la bruma.
Una cuadra adelante queda la Plaza de Armas, que llama la atención por una fuente de piedra con la figura de una sirena de facciones mayas, con los pechos desnudos, de los que brotan chorros de agua.
El terremoto del 29 de julio de 1773 fue tan demoledor que dejó en ruinas casi toda la ciudad. Resistieron algunas fachadas de templos, conventos, monasterios y ermitas, que decidieron conservar para la posteridad y que hoy forman parte de todos esos encantos que hicieron que la Unesco proclamara a Antigua como Patrimonio de la Humanidad en 1979.
Con sus columnas robustas y esculpidas en piedra –tostadas por el sol, curtidas por el paso del tiempo y del viento–, estos monumentos en escombros parecen vestigios griegos o romanos. Y en ellos, entre sus resquicios, se conservan imágenes mutiladas de santos, obispos, vírgenes y cristos. Sin cabeza, sin manos, una sola pierna. Entre la colección de ruinas para contemplar se destacan las de la Iglesia de Nuestra Señora del Carmen, las de la Catedral, y de los conventos de la Compañía de Jesús, San Francisco y La Merced.
Aves y recorrido en biciUna cuadra adelante queda la Plaza de Armas, que llama la atención por una fuente de piedra con la figura de una sirena de facciones mayas, con los pechos desnudos, de los que brotan chorros de agua.
El terremoto del 29 de julio de 1773 fue tan demoledor que dejó en ruinas casi toda la ciudad. Resistieron algunas fachadas de templos, conventos, monasterios y ermitas, que decidieron conservar para la posteridad y que hoy forman parte de todos esos encantos que hicieron que la Unesco proclamara a Antigua como Patrimonio de la Humanidad en 1979.
Con sus columnas robustas y esculpidas en piedra –tostadas por el sol, curtidas por el paso del tiempo y del viento–, estos monumentos en escombros parecen vestigios griegos o romanos. Y en ellos, entre sus resquicios, se conservan imágenes mutiladas de santos, obispos, vírgenes y cristos. Sin cabeza, sin manos, una sola pierna. Entre la colección de ruinas para contemplar se destacan las de la Iglesia de Nuestra Señora del Carmen, las de la Catedral, y de los conventos de la Compañía de Jesús, San Francisco y La Merced.
A las 5 de la mañana salimos de Antigua rumbo a la Finca El Pilar, ubicada a diez minutos del casco histórico. Queda en la población de San Cristóbal El Bajo. Un paraíso natural de 500 hectáreas entre bosques de niebla ideales para el senderismo, el ciclomontañismo y el avistamiento de aves.
Fernando Aldana, biólogo y ornitólogo, guía el recorrido y cuenta que aquí –y en toda la región del Valle del Panchoy– se ven 225 de las 745 especies de aves que hay en Guatemala. Fernando enseña a ajustar los binoculares y explica que es necesario guardar silencio y aguzar los sentidos. Y empieza a silbar, a emitir sonidos similares al canto de los pájaros, y ellos poco a poco empiezan a acercarse: unos colibríes de plumajes dorados; los chipes –pequeños, de plumas amarillas, naranjas y grises– que llegan a estos bosques frondosos huyendo del frío de Norteamérica y cuyo canto suena así: chip-chip. Les dicen chipes, pero su nombre científico es parúlidos. Vemos también azulejos y gavilanes de collar rojo.
El quetzal, ave nacional y símbolo patrio –con su plumaje fantástico y multicolor, con su cola larguísima– no se ve en estas tierras. No es su ecosistema. Se puede ver en la provincia de las Verapaces, a donde iremos más adelante.
El quetzal, ave nacional y símbolo patrio –con su plumaje fantástico y multicolor, con su cola larguísima– no se ve en estas tierras. No es su ecosistema. Se puede ver en la provincia de las Verapaces, a donde iremos más adelante.
Desde la punta más alta de El Pilar, a 2.050 m.s.n.m., se contempla todo el Valle de Panchoy y se divisan, a la derecha, los volcanes Gemelos: Acatenango y Fuego, en actividad permanente, y a la izquierda el volcán de Agua, este sí, dormido. De hecho, visitar volcanes hace parte de la oferta turística de Guatemala: hay 37, de los cuales cuatro siguen siendo activos y de tanto en tanto rugen o hacen erupciones, pero sin producir mayores efectos ni daños a residentes y visitantes. En El Pilar, además, nace el agua que abastece a Antigua y a las poblaciones vecinas.
Desde allí, el descenso es en bici, por entre el bosque. Llegamos a un mirador donde revolotean cientos de colibríes entre orquídeas y matas de enredadera; descansamos contemplando esta escena de cuento de hadas y retomamos el camino. Salimos a la carretera principal y tras media hora de recorrido arribamos al centro de San Cristóbal El Bajo. Allí, en la plaza principal, no hay fuentes sino albercas donde las mujeres se reúnen a diario a lavar la ropa y a conversar entre amigas.
Semuc Champey y el río sobre el ríoDesde allí, el descenso es en bici, por entre el bosque. Llegamos a un mirador donde revolotean cientos de colibríes entre orquídeas y matas de enredadera; descansamos contemplando esta escena de cuento de hadas y retomamos el camino. Salimos a la carretera principal y tras media hora de recorrido arribamos al centro de San Cristóbal El Bajo. Allí, en la plaza principal, no hay fuentes sino albercas donde las mujeres se reúnen a diario a lavar la ropa y a conversar entre amigas.
Bien se dice que los mejores lugares se hacen merecer. No quedan a la vuelta de la esquina. Este es el caso de Semuc Champey, declarado Monumento Natural por el gobierno guatemalteco en 1999 y uno de los lugares más bellos e inhóspitos del país. El nombre significa –en su traducción de la lengua nativa Q’eqchi al español–: ‘Donde el río se esconde bajo la tierra’.
Queda en el municipio de Lanquín, en el departamento de Alta Verapaz. En nuestro caso, tuvimos que atravesar más de 300 kilómetros saliendo desde Antigua, pasando por la capital, y tomando la carretera que conduce hacia el Atlántico. Fueron más de siete horas, aunque divididas en dos jornadas, porque pasamos la noche en el camino. No hay un aeropuerto cercano, aunque sí hay sobrevuelos turísticos –muy costosos– en helicóptero.
Al llegar a Lanquín es necesario dejar la camioneta en una aldea conocida como El Pajal. Hay que llevar botas de trekking o tenis con buen agarre y ropa fresca. Allí abordamos un vehículo de doble tracción, similar a un camión pero descubierto, necesario para la trocha que es el camino que conduce a Semuc Champey. Tras una hora de recorrido, llegamos, por fin. Cansados y ansiosos. Pero no hemos llegado realmente. ¿Qué nos espera?
Una caminata de cuarenta minutos más –de exigencia alta, valga decirlo– por entre la selva, hasta llegar a un mirador de madera donde este paraíso natural se revela en todo su esplendor. El paisaje es así: allá abajo, donde nace el monte, a 700 metros de distancia, se derrama una serie de terrazas que forman piscinas naturales con cascadas, saltos y chorros la una sobre la otra. Las terrazas parecen dibujar las arandelas de un fino vestido de seda. El agua se ve así: cristalina, del color de las esmeraldas.
Al llegar a Lanquín es necesario dejar la camioneta en una aldea conocida como El Pajal. Hay que llevar botas de trekking o tenis con buen agarre y ropa fresca. Allí abordamos un vehículo de doble tracción, similar a un camión pero descubierto, necesario para la trocha que es el camino que conduce a Semuc Champey. Tras una hora de recorrido, llegamos, por fin. Cansados y ansiosos. Pero no hemos llegado realmente. ¿Qué nos espera?
Una caminata de cuarenta minutos más –de exigencia alta, valga decirlo– por entre la selva, hasta llegar a un mirador de madera donde este paraíso natural se revela en todo su esplendor. El paisaje es así: allá abajo, donde nace el monte, a 700 metros de distancia, se derrama una serie de terrazas que forman piscinas naturales con cascadas, saltos y chorros la una sobre la otra. Las terrazas parecen dibujar las arandelas de un fino vestido de seda. El agua se ve así: cristalina, del color de las esmeraldas.
Hay que dedicarle un buen tiempo a la contemplación de semejante espectáculo de la naturaleza, pero el camino sigue.
Ahora hay que bajar la montaña –unos 20 minutos más de caminata– hasta llegar, por fin, a ese lugar que viene siendo como un río que corre sobre otro río. Allí, el río Cahabón cae en un sumidero, un hueco miedoso y turbulento –hay que mirarlo con una distante prudencia– y vuelve a aparecer 300 metros abajo. Es al lado del sumidero donde nacen las terrazas, que forman una especie de puente de piedra que se traga al río por un buen rato.
El agua invita a darnos un chapuzón, que se siente refrescante, como un milagro después de semejante travesía. Hay muy pocos turistas: un grupo de estudiantes extranjeros que se abrazan y gritan felices al estar frente a esta maravilla.
Julio Rodríguez, director de la agencia Viaje a Guate –guía, compañero y cómplice de esta visita a Guatemala–, explica que las terrazas están formadas por piedra caliza y que el agua que las arropa baja de la montaña. Más abajo, cuando se terminan y el Cahabón reaparece –sigue Julio– invita a descubrir otros tesoros bañados por sus aguas: las cuevas de Kamba, donde el reto es entrar a la caverna con una vela encendida y procurar que no se apague.
Ahora hay que bajar la montaña –unos 20 minutos más de caminata– hasta llegar, por fin, a ese lugar que viene siendo como un río que corre sobre otro río. Allí, el río Cahabón cae en un sumidero, un hueco miedoso y turbulento –hay que mirarlo con una distante prudencia– y vuelve a aparecer 300 metros abajo. Es al lado del sumidero donde nacen las terrazas, que forman una especie de puente de piedra que se traga al río por un buen rato.
El agua invita a darnos un chapuzón, que se siente refrescante, como un milagro después de semejante travesía. Hay muy pocos turistas: un grupo de estudiantes extranjeros que se abrazan y gritan felices al estar frente a esta maravilla.
Julio Rodríguez, director de la agencia Viaje a Guate –guía, compañero y cómplice de esta visita a Guatemala–, explica que las terrazas están formadas por piedra caliza y que el agua que las arropa baja de la montaña. Más abajo, cuando se terminan y el Cahabón reaparece –sigue Julio– invita a descubrir otros tesoros bañados por sus aguas: las cuevas de Kamba, donde el reto es entrar a la caverna con una vela encendida y procurar que no se apague.
Muy cerca quedan las grutas de Lanquín, que asemejan paisajes como de otro planeta con estalagmitas y estalactitas esculpidas por el tiempo y el agua, gota a gota, durante miles de años. Pero no pudimos ir. Se nos agotó el tiempo. Eso sí, el viaje está pagado hace rato.
Cuevas colosales
Las cuevas de Candelaria, en el municipio de Chisec, en Alta Verapaz, conforman uno de los sistemas de cavernas y ríos subterráneos más grandes de América Latina. La galería principal tiene una longitud total de 22 kilómetros, de la cual 12.5 kilómetros siguen el paso subterráneo del río Candelario. Tras explorar las cavernas, con sus formaciones milenarias, se hace un recorrido por el río en neumático de carro. El destino es operado por una organización de turismo comunitario.
Las crestas de las pirámides y templos de Tikal se levantan por encima de ceibas y otros árboles milenarios y gigantescos, de hasta 70 metros de altura. La selva se tragó y escondió a Tikal durante muchísimo tiempo –sus primeras construcciones datan del siglo IV antes de Cristo y el redescubrimiento fue en 1840– después de ser el sitio ceremonial más grande e importante del mundo maya, comprendido por Guatemala, México, Honduras, El Salvador y Belice. Y hoy, en su mayoría, permanece igual: mimetizado entre la selva. Solo el 15 por ciento de Tikal ha sido restaurado para revelar toda su belleza y patrimonio arqueológico. Lo demás permanece forrado por la manigua. Pirámides enteras se ven revestidas de monte.
Esa es la gran diferencia con otros santuarios mayas: que la mano del hombre no ha intervenido del todo. Y otra diferencia –y ventaja– es que aquí no hay hordas de turistas ni de vendedores –como en el mundialmente famoso Chichén Itzá, en el estado mexicano de Yucatán– lo que permite disfrutar semejante maravilla en solemnidad y silencio, en comunión con la naturaleza y, por qué no, con la energía de los ancestros mayas que se percibe en el aire, en cada rincón.
Después de visitar Semuc Champey, en la provincia de las Verapaces, tuvimos que atravesar otros 245 kilómetros antes de llegar a Tikal, con varias paradas. Conocimos las imponentes cuevas de La Candelaria y dormimos en el eco-hotel Las Lagunas –puro lujo verde en medio de la selva–, en la población de Santa Elena, en el departamento de Petén. Una hora más de recorrido y llegamos a Tikal, pero antes visitamos las tiendas de artesanías en las que muestran cómo se producía el chicle, en otras épocas, con el fruto del árbol de chicozapote, conocido también como ‘oro blanco’.
Esa es la gran diferencia con otros santuarios mayas: que la mano del hombre no ha intervenido del todo. Y otra diferencia –y ventaja– es que aquí no hay hordas de turistas ni de vendedores –como en el mundialmente famoso Chichén Itzá, en el estado mexicano de Yucatán– lo que permite disfrutar semejante maravilla en solemnidad y silencio, en comunión con la naturaleza y, por qué no, con la energía de los ancestros mayas que se percibe en el aire, en cada rincón.
Después de visitar Semuc Champey, en la provincia de las Verapaces, tuvimos que atravesar otros 245 kilómetros antes de llegar a Tikal, con varias paradas. Conocimos las imponentes cuevas de La Candelaria y dormimos en el eco-hotel Las Lagunas –puro lujo verde en medio de la selva–, en la población de Santa Elena, en el departamento de Petén. Una hora más de recorrido y llegamos a Tikal, pero antes visitamos las tiendas de artesanías en las que muestran cómo se producía el chicle, en otras épocas, con el fruto del árbol de chicozapote, conocido también como ‘oro blanco’.
Carlos Contreras es guía de Tikal hace más de 20 años y nos acompaña en este recorrido. Conoce las rutas convencionales y otras que solo atesoran expertos como él. Nos lleva por el camino no turístico, por entre el monte, mientras explica por qué Tikal fue uno de los reinos más antiguos y poderosos de la civilización maya. Desde aquí, cuenta, se dominaba el mundo maya en lo político, lo militar y lo económico.
Se habla de 3.500 a 4.000 estructuras en los 576 kilómetros cuadrados que conforman a Tikal, pero solo 16 kilómetros forman parte de la zona arqueológica que se puede visitar. Así que no hay que ir con afanes. Las primeras que aparecen son las pirámides gemelas, rodeadas de unos simpáticos roedores llamados pizotes (coatíes), parientes de los mapaches.
El camino nos lleva al Templo IV, conocido también como la Serpiente Bicéfala. Es el más grande del lugar: mide 70 metros de altura. Otra ventaja: se puede subir al Templo IV –y a otros– por escaleras de madera. Desde la cima, la panorámica, de 360 grados, es espectacular: las pirámides asomándose entre la selva infinita. Y es que el patrimonio de Tikal no es solo arqueológico, también es ambiental, pues forma parte de la Biosfera Maya, conformada por más de 21.000 kilómetros de superficie.
Se habla de 3.500 a 4.000 estructuras en los 576 kilómetros cuadrados que conforman a Tikal, pero solo 16 kilómetros forman parte de la zona arqueológica que se puede visitar. Así que no hay que ir con afanes. Las primeras que aparecen son las pirámides gemelas, rodeadas de unos simpáticos roedores llamados pizotes (coatíes), parientes de los mapaches.
El camino nos lleva al Templo IV, conocido también como la Serpiente Bicéfala. Es el más grande del lugar: mide 70 metros de altura. Otra ventaja: se puede subir al Templo IV –y a otros– por escaleras de madera. Desde la cima, la panorámica, de 360 grados, es espectacular: las pirámides asomándose entre la selva infinita. Y es que el patrimonio de Tikal no es solo arqueológico, también es ambiental, pues forma parte de la Biosfera Maya, conformada por más de 21.000 kilómetros de superficie.
El camino nos lleva hasta la Gran Plaza, donde está la postal más emblemática: el templo del Gran Jaguar. Cae la tarde y el último rayo del sol dispara sobre su corona. Se escuchan rugidos, como de jaguar. Pero no son jaguares, son los monos aulladores. Todo es solemne y grandioso en Tikal.
Dormir en la selva
El hotel boutique Las Lagunas es una muy buena opción para quienes quieran visitar Tikal (queda a una hora de recorrido). Son solo 16 suites de lujo, en medio de la selva y con vista a la laguna Quexil, recomendadas para los viajeros más exigentes. Desde el hotel se visita la Isla de los Monos.
Un ambiente solemne rodea al hotel Casa Santo Domingo, en Antigua, que funciona en la sede de un convento cuya historia se remonta a 1538. De conservada arquitectura barroca y colonial, funciona también como museo con obras de arte religioso, con piezas de reconocidos artistas guatemaltecos. Este hotel y spa de lujo ofrece 130 habitaciones y queda en el centro de la ciudad.
Los colombianos no necesitan visa para ingresar a Guatemala.
Avianca opera un vuelo directo y diario entre Bogotá y Guatemala. También se puede volar vía Copa, con escala en Panamá.
La moneda local es el quetzal. Un dólar equivale a 7 quetzales.
Avianca opera un vuelo directo y diario entre Bogotá y Guatemala. También se puede volar vía Copa, con escala en Panamá.
La moneda local es el quetzal. Un dólar equivale a 7 quetzales.
El Tiempo
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